
La masacre perpetrada por la policía es la más reciente muestra de la crisis de un régimen autoritario que solo tiene violencia, corrupción y medios de comunicación para sostenerse. La ira popular desatada contra la policía fue, por el contrario, un ejercicio vigoroso de ciudadanía y dignidad
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Las protestas en Bogotá y en otras ciudades del país el pasado miércoles 9 de septiembre no se desataron únicamente por el video de la tortura a Javier Ordóñez. Esa fue la gota que rebosó el vaso. La furia popular contra las instalaciones de policía y contra algunos inmuebles que simbolizan el poder en Colombia -como los bancos o Transmilenio- fue la expresión de una ciudadanía cansada de la desatención y el abandono del Gobierno y de los atropellos permanentes de una policía cada vez más agresiva y envalentonada. La gente gritó ¡No más! y gritó con fuerza, con rabia contenida, con la ira que producen meses y meses -podría decirse que años y años- de expolio y maltrato.
El acumulado
La sociedad venía de movilizarse en noviembre pasado en el más contundente paro nacional desde 1977, cuando las nuevas ciudadanías expresaron su inconformidad con Duque, exigieron el respeto por la vida y reivindicaron su derecho a imaginarse un nuevo país. La actitud ambivalente del Gobierno, su permanente táctica de conservar un tono moderado y decir que sí, pero hacer otra cosa, lograron en un primer momento calmar las aguas y a través de la tal “Conversación Nacional” dilatar el juego mientras la calle se cansaba y se acercaban las fiestas decembrinas. La pandemia y el confinamiento hicieron el resto. La supervivencia se volvió lo más importante y la protesta se desactivó.
Mientras tanto, la policía se convirtió en juez y verdugo de quienes, a su juicio, rompían ilegalmente el confinamiento. Respaldándose en la interpretación subjetiva que cada agente hace del nuevo Código de Policía, los uniformados detienen personas e imponen multas arbitrariamente, sin contar los abusos que cometen como amenazas, golpizas, violaciones y asesinatos. En otras palabras, llevan años acostumbrados a excederse con la ciudadanía y a que sus casos queden impunes.
Ira popular
Si bien los medios de comunicación repitieron el libreto ya conocido (son vándalos, hay infiltración de grupos ilegales, esa no es la forma de protestar, están destruyendo el patrimonio de todos, la policía es buena y son casos aislados), lo cierto es que lo ocurrido la noche del miércoles en Bogotá fue un acto de ira popular respondido con una masacre por la policía. La gente volcó su furia contra los CAI en los barrios donde se han convertido no en símbolo de seguridad ciudadana -como sucede en los barrios ricos, como Contador donde los vecinos pusieron globos y flores- sino en lugares de atropellos, extorsión y tráfico de drogas.
La toma de las aún humeantes estructuras por parte de la ciudadanía para convertirlas en bibliotecas populares, como ocurrió en La Gaitana y en el Parkway, confirman que lo sucedido no fue una destrucción de los CAI sino una deconstrucción. La gente identificó un símbolo de opresión, recuperó por la fuerza -como no podía ser de otra manera- unas infraestructuras ubicadas en el espacio público, eliminó los vestigios del uso que allí se le daba y procedió a darles un nuevo significado y un nuevo uso en función ya no de la represión sino de la cultura. Tal vez sin advertirlo, convertir CAI en bibliotecas es de las cosas más revolucionarias que ha hecho esta generación. ¡Bien por la juventud!
Porque su papel en todo esto es caso aparte. No es casualidad que la mayoría de los manifestantes de estos días hayan sido jóvenes. Su situación es realmente dramática. No solo es la franja más golpeada por el desempleo (casi el 25%), también es la más golpeada por la violencia. Ser joven y pobre, equivale en Colombia a tener mucha más probabilidad de ser asesinado. La policía, por su parte, hace lo suyo. Los famosos “perfiles” se han convertido en herramientas de identificación de delincuentes al mejor estilo de la frenología del siglo XIX. Si dicha pseudociencia asignaba rasgos de la personalidad según las proporciones del cuerpo, la nueva frenología policial considera que rasgos como usar tatuajes, llevar el pelo largo o hablar con acento popular son indicios de delito.
Golpe de Estado
Además de los más de 10 muertos en Bogotá y Soacha, asesinados por disparos en medio de la represión a las protestas, lo más grave fue el golpe de Estado que esa noche le dio la policía de Bogotá a Claudia López. La sevicia de los ataques contra los manifestantes -afortunadamente difundidos por redes sociales-, el uso indiscriminado de armas de fuego, la participación de civiles en los tiroteos junto a los uniformados y el clamoroso silencio de la alcaldesa durante esas largas horas, hacen pensar que se repitió lo sucedido durante la toma del Palacio de Justicia con Belisario Betancur. Por eso mismo, Gustavo Petro no dudó en llamar a la ciudadanía a resistir el golpe fascista apoyando a la Alcaldía y rodeando la figura de López.
Por su parte, la alcaldesa ha tenido durante estos días un comportamiento errático. Ausente durante la noche de la masacre, enérgica el jueves y el viernes exigiendo a la policía el respeto por los derechos humanos e institucional el sábado llamando a la concordia. El domingo fue una combinación de todas ellas. Por la mañana, durante el acto ecuménico de reconciliación, le salió mal la jugadita de poner el nombre de Duque en la silla vacía porque, por un lado, no hace falta decir que Duque es un presidente ausente y por otro, llevó la discusión al plano de lo simbólico. Hoy ya nadie habla de los asesinatos, todos hablan de la jugadita de Claudia.
Por la tarde, mientras López participaba en el otro extremo de la ciudad en un concierto por el perdón y la reconciliación, cientos de jóvenes manifestantes pacíficos que respondían a la convocatoria de la alcaldesa fueron agredidos por la policía y el Esmad en la Plaza de Bolívar. Bombas aturdidoras, gases lacrimógenos, golpes y detenciones arbitrarias fueron la respuesta de la “autoridad” al reclamo del pueblo de poner fin a la violencia contra los jóvenes. ¿Y Claudia? Llamando a poner una vela en la ventana y a hacer sonar la cacerola. Ni una palabra sobre los atropellos a la manifestación.
Una certeza y una duda
Queda la duda de hasta dónde llegará la deriva autoritaria y fascista de este régimen. Falta ver el resultado de las elecciones en Estados Unidos, el agravamiento de la crisis económica y el desarrollo de los hechos en los próximos días, pero lo más probable es que el Gobierno no cambie su actitud. De este modo, la grave situación económica, la pésima gestión de la pandemia, la violencia y la brutalidad policial llevarán seguramente a la exacerbación del conflicto social.
Pero también queda claro que, como sostiene Lisandro Duque, la violencia contra el pueblo no es algo nuevo, lo nuevo es que el pueblo ya no les tiene miedo. El estallido social de la semana pasada fue uno de los más impresionantes ejercicios de mayoría de edad y de ciudadanía de nuestra historia reciente. Esas noches no se vieron energúmenos desenfrenados -tal vez alguno- sino ciudadanos enfurecidos exigiendo el respeto por sus derechos. Los actos de furia contra los CAI no fueron hechos de vandalismo irracional sino procedimientos ciudadanos contra una institución corrupta y violenta, que hace mucho no inspira respeto y que ahora tampoco inspira miedo.
Por eso, sin miedo, nos veremos en las calles.
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