Palabras pronunciadas en el Centro Cultural “Simón Bolívar”, Bogotá, 17 de diciembre de 2017
José Luis Díaz-Granados
El 25 de septiembre de 1828, un grupo de jóvenes provenientes del Colegio de San Bartolomé, muy allegados en lo personal y en lo político al general Francisco de Paula Santander, enemigos jurados del presidente de la Gran Colombia, el Libertador Simón Bolívar, deciden asesinar al gobernante por haber desmontado las reformas liberales y restablecido regímenes de impuestos como el de la alcabala y el alza de los intereses a diferentes comercios y a quien tildaban de dictador.
El joven poeta bogotano Luis Vargas Tejada, quien pocos meses antes era un exaltado adorador del Libertador, ahora rasgaba sus vestiduras, y escribía en tono amenazante estrofas como esta:
Si Bolívar la letra con que empieza
y aquélla con que acaba le quitamos,
«oliva» de la paz símbolo hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos
si es que una paz durable apetecemos.
Vargas Tejada y otros santanderistas fervorosos e impacientes, después de reunirse con cierta periodicidad, optaron por el inmediato asesinato del Libertador. Uno de los conjurados, Florentino González, refirió en sus Memorias, muchos años después, que los jóvenes pusieron en conocimiento del general Santander los planes homicidas y que Santander, sólo pidió que lo hicieran cuando él se encontrara ausente de Bogotá, para que así no lo tacharan de culpable directo del crimen.
La noche septembrina
La noche del 25 se encontraban en el Palacio de San Carlos, Bolívar y Manuelita Sáenz, y la guardia personal del Libertador. Cerca de la medianoche irrumpieron los jóvenes insurrectos, entre los cuales estaban (algunos de ellos negaron después haber estado allí, aunque no su respaldo entusiasta al atentado) Pedro Carujo, Emigdio Briceño Guzmán, Luis Vargas Tejada, Juan Nepomuceno Vargas, Florentino González, Ramón Nonato Guerra, Wenceslao Zuláibar, Juan Francisco Arganil, Pedro Celestino Azuero, Agustín Horment, Ezequiel Rojas y Mariano Ospina Rodríguez.
Como todos sabemos, Bolívar saltó por la ventana que da a la calle por sugerencia de Manuelita. Esa madrugada, invadida por el impenitente frío del páramo, la pasó Bolívar bajo el puente del Carmen, escasamente abrigado, lo que incrementó la enfermedad pulmonar que lo llevaría al sepulcro.
Los frustrados homicidas, al no encontrar rastros de su objetivo, huyeron despavoridos del palacio y de la ciudad, y solo pudieron regresar luego de la muerte del Libertador el 17 de diciembre de 1830. Vargas Tejada murió ahogado meses después cuando intentaba vadear un río en los Llanos Orientales. Mariano Ospina logró huir a Guasca y de allí se encaminó a las montañas de Antioquia donde se unió como secretario del sublevado general José María Córdoba. Vencido y ejecutado Córdoba por las tropas del general Daniel Florencio O’Leary, uno de los hombres más leales al Libertador, se ordenó el fusilamiento de Ospina, pero éste de nuevo logró salvarse, ocultándose cerca de la población de Santa Rosa de Osos. Otros condenados a muerte por el atentado septembrino, entre ellos el general Santander, Ezequiel Rojas y Florentino González, fueron indultados por el propio general Simón Bolívar, quien volvió a gobernar ya sin la tranquilidad de otros días, y con la profunda tristeza de ver disolverse el sueño de su vida política: la unificación de Venezuela, la Nueva Granada y Ecuador, la Gran Colombia.
En marzo de 1830, Bolívar renunció a la presidencia y en mayo decidió viajar a Europa en busca de salud, reposo, afecto y tranquilidad. Desafortunadamente su salud se agravaba con el pasar de los días y el puñal de septiembre lo había herido en lo más hondo de su espíritu.
En Santa Marta
El 1° de diciembre de 1830, el Libertador Simón Bolívar llegó a la ciudad de Santa Marta, una de las pocas provincias que permanecían leales a la monarquía española. Paradójicamente, en ese hermoso puerto podía gozar de tranquilidad y seguridad. Por esas extrañas coincidencias del destino, el obispo José María Estévez había dado refugio en su casa al conspirador Florentino González, hecho por el cual no estuvo nunca cerca del genio de América en sus días finales.
El caballero español Joaquín de Mier y Benítez, muy afecto al Padre de la Patria, le ofreció su casa de campo, situada a una milla de Santa Marta, y hacia allá se dirigió el moribundo general diez días después de su llegada a la ciudad. Allí, en la Quinta de San Pedro Alejandrino, atendido por el médico francés Alejandro Próspero Reverend, dictó su última proclama donde perdona a todos sus enemigos y hace sus últimos votos por la felicidad de la patria:
Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
El 17 exhaló su último suspiro y meses después expiró también la Gran Colombia, que presidía el general Rafael Urdaneta. Lejos de cumplirse los sueños de unión de Bolívar, dos de los antiguos conspiradores septembrinos, Ezequiel Rojas y Mariano Ospina Rodríguez, fundaron los dos partidos tradicionales, el liberal y el conservador, que como sabemos, iniciaron un sinfín de guerras civiles y de represiones gubernamentales de tipo ideológico y religioso, una verdadera hemorragia fratricida en Colombia que duró más de 130 años.
No resisto la tentación de aludir a un episodio histórico que me concierne en lo familiar y en lo personal: después de las exequias, el cuerpo del Libertador fue depositado en la bóveda de la familia Díaz-Granados. Seis años después, un sismo destruyó parte de la cripta, y los restos de Bolívar fueron llevados al sarcófago de la citada familia, situada en la Nave de la Epístola, al lado derecho del Altar Mayor de la Catedral de Santa Marta.
Allí permanecieron los restos del Libertador hasta el 17 de diciembre de 1842, doce años después del deceso, cuando una comisión al mando del último presidente de la Gran Colombia, el General Rafael Urdaneta, con la grandeza purísima de su lealtad y fidelidad para con Bolívar, hizo cumplir su más ardiente deseo final: el de reposar para siempre en Caracas, su ciudad natal.
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Tuvieron que pasar 168 años desde el luctuoso diciembre de 1830 hasta el victorioso diciembre de 1998, con el triunfo presidencial del Comandante Hugo Chávez Frías, para que el verdadero Bolívar, sus verdaderas ideas (no las manipuladas ni las tergiversadas por los gobernantes, los historiadores, los académicos y seudoperiodistas acomodaticios), y su verdadero pensamiento latinoamericanista se hiciera realidad para bien de nuestros pueblos, de nuestras clases menos favorecidas.
Y como bien lo afirmó de manera luminosa nuestro Comandante Eterno, la burguesía apátrida convirtió a Bolívar en bronce, en culto, y utilizó a Bolívar contra Bolívar, para vender la patria en nombre de Bolívar.
Pero cuando el pueblo hermano logró vencer a los capitalistas y a los imperialistas, y estableció —bajo la presidencia de Chávez, y consolidó con la presidencia del camarada presidente obrero Nicolás Maduro Moros—, la República Bolivariana de Venezuela, se derritió para siempre el bronce que enmascaraba a nuestro glorioso Libertador y ahora, como lo señaló el camarada Hugo Rafael, ningún burgués se atreve a pronunciar el sacrosanto nombre de Bolívar.