Luis Jairo Ramírez H.
@JairoRamirezh
El fracaso de la solución militar del conflicto impuesta por el régimen de la llamada “seguridad democrática” uribista, dio paso a la exploración de caminos para el diálogo y las conversaciones, que al cabo de 4 años de trabajos, finalmente fructificó en los acuerdos de La Habana. El pacto contiene los ingredientes necesarios para animar un tránsito transformador a partir de la movilización social.
Desde el 6 de noviembre de 2012, cuando se iniciaron los diálogos de La Habana, el uribismo le decretó la guerra al proceso; el 2 de abril de 2016 el Clan del Golfo, grupo paramilitar de Urabá, convocó un paro armado en todo el norte del país contra el proceso de paz; inmediatamente el senador Uribe les correspondió convocando una movilización en la misma fecha también en rechazo a la paz (hasta hoy la fiscalía no abrió proceso por este hecho); el 31 de marzo de 2017 Carlos Negret, Defensor del Pueblo, denuncia que “hay un fenómeno criminal contra la paz”, ya que desde enero de 2016 han sido asesinados 186 líderes sociales.
Este 6 de mayo, Fernando Londoño, ungido por Uribe como presidente del Centro Democrático, expresó: “El primer desafío del Centro Democrático será volver trizas el acuerdo final con las FARC que no puede subsistir”, seguidamente, como si fuera una orden, se recrudecieron los asesinatos a líderes regionales. Desde que se firmaron los acuerdos de paz han sido asesinados alrededor de 100 líderes entre campesinos, defensores de derechos humanos, excombatientes amnistiados y sus familiares, lo cual controvierte el compromiso del gobierno de brindar garantías a la integridad y la vida. Lo que se esconde detrás de esta criminalidad de las élites es el terror a perder sus privilegios centenarios y a tener contendientes de estatura política en la escena nacional.
En las últimas semanas asistimos a una cruzada de amenazas y asesinatos en Colombia: 6 campesinos en Tumaco y 40 heridos, 6 excombatientes de la FARC fusilados en San José del Tapaje, José Jair Cortés en zona rural de Tumaco, las docentes Liliana Astrid Ramírez, en Natagaima, Tolima y Benicia Tovar, en Guachené, Cauca, y del excombatiente amnistiado Henry Meneses Ruiz, en Miranda, Cauca, entre otros; las amenazas a la dirección nacional de la Unión Patriótica y el atentado frustrado al dirigente sindical Omar Romero en Cali, hechos que no pueden seguir siendo clasificados por el Ministro de Defensa y el Fiscal como “hechos aislados”.
En el reciente pasado, cuando el Estado y sus paramilitares ejecutaban el genocidio de la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano, se decía que la autoría era de “fuerzas oscuras”, otros señalaban a “enemigos agazados de la paz”, la diferencia es que hoy los autores intelectuales de esta matanza en curso, cegados por el odio y sedientos de guerra y muerte, se han auto-incriminado con sus discursos incendiarios en el Congreso y en escenarios públicos.
El entramado contra la paz incluye las presiones de Trump para una erradicación violenta de cultivos de uso ilícito. La ofensiva militarista de Cambio Radical y el Centro Democrático, las turbias maniobras del Fiscal Martínez Neira para dejar en la impunidad los crímenes contra líderes sociales y entrabar el trámite legislativo de los acuerdos; pero también la responsabilidad de Santos que desata una guerra al movimiento social mantiene la doctrina del “enemigo interno”, ilegaliza huelgas como la de los pilotos de Avianca, limita las consultas populares, aprueba un presupuesto anti-social para el 2018, mantiene la alianza paramilitar y sostiene una actitud de inacción cómplice frente a los crímenes contra el movimiento social.
Al mundo le parecería increíble que un país, cuyo Presidente es Nobel de Paz, tuviera que realizar un Paro Cívico Nacional para reclamar una sola cosa: ¡La garantía de no ser asesinado!