Las agresiones de las autoridades contra jóvenes y trabajadores informales en las ciudades del país, deben llevar a replantear la cultura política de las instituciones armadas en Colombia. Es necesaria una policía que respete a la ciudadanía y que garantice sus libertades y derechos
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
El pasado 21 de junio se celebró en Bogotá el día mundial del skate o Go Skateboarding Day, como se conoce internacionalmente. Replicando lo que se hace en más de cien ciudades alrededor del planeta, casi mil patinadores se dieron cita en el centro de la ciudad para “rodar” hasta el Parque de los Hippies en una actividad que se realiza desde hace once años. La anterior noticia no pasaría de ser una nota más apropiada para la sección cultural que para una página de análisis político, si no fuera por los bochornosos casos de abuso policial que se presentaron en el evento. Y no fueron solo los hechos puntuales en los que agentes motorizados atropellaron intencional, o al menos temerariamente a varios patinadores, sino la agresiva actitud que en general la policía tuvo con los participantes.
La convocatoria tuvo lugar en el Parque Santander y se proponía llegar hasta el sector de Chapinero, en un trayecto de unos pocos kilómetros. A la altura del Parque Nacional, más o menos en la mitad del recorrido, los jóvenes patinadores decidieron hacer una pausa y reunirse en el popular parque bogotano. Hay que decir que en la ciudad, así como en casi todas las ciudades del país, son escasos los espacios donde se puede practicar el skate y el Parque Nacional es un lugar privilegiado para ello por los amplios espacios que ofrece. Por eso no fue raro que los jóvenes se sintieran atraídos por patinar en este lugar y decidieran quedarse. Allí sucedieron los primeros hechos violentos.
Según las imágenes que se encuentran en las redes sociales y los testimonios de quienes estuvieron allí, en el parque se presentaron algunos casos de atropellamientos a jóvenes patinadores por automóviles de la policía y luego un violento desalojo por parte del Esmad y de los carabineros a caballo. Por supuesto, la sucesión de agresiones y comportamientos hostiles de la policía caldeó los ánimos de los patinadores quienes respondieron usando sus tablas como arma contundente, pero en cualquier caso, pasados unos minutos, la mayoría de ellos decidió abandonar el parque y continuar pacíficamente su recorrido.
Unos metros adelante, frente a la Universidad Javeriana, tuvieron lugar los hechos más reprochables. Primero fueron unos agentes motorizados quienes, como en un videojuego, se lanzaron a alta velocidad por entre el grupo de patinadores hasta atropellar a uno de ellos. De ahí en adelante todo fueron golpes, patadas, empujones y tablazos. En otra imagen, unos policías someten a un ciudadano tirándolo al suelo y dos mujeres interceden por él. Luego de un breve forcejeo, uno de los policías que porta casco derriba de un fuerte cabezazo a una de las mujeres. Allí también se desata una pelea. En ambos casos, los policías no se comportan como lo que deben ser, los agentes que guardan el orden y garantizan la convivencia ciudadana, sino como pandilleros en una pelea de bar. Bochornoso.
El comportamiento de la policía en este caso no es insólito ni excepcional, es por el contrario, una evidencia de cómo las instituciones armadas se han relacionado históricamente con la ciudadanía: A la brava. Y si bien los abusos por parte de los funcionarios del Estado son frecuentes en todos los escenarios, el trato que la policía da a los jóvenes en nuestras ciudades es casi de enemigo. Los hechos del día mundial del skate fueron noticia porque se presentaron varias situaciones violentas en el marco de una celebración multitudinaria donde mucha gente portaba teléfonos con cámara, pero existe un registro gota a gota de pequeños abusos policiales que se presentan todos los días en las calles y parques del país contra jóvenes y trabajadores informales, casi siempre amparados en el nuevo Código Nacional de Policía.
El nuevo Código es un compendio de prohibiciones castigadas con multas que, si bien proscribe muchas conductas indeseables para una feliz convivencia como la de hacer las necesidades en lugar público o subir demasiado el volumen a la música, también persigue prácticas que forman parte de la cotidianidad de nuestra gente, como reunirse en el espacio público a tomar una cerveza con los amigos. Pero más allá de las prohibiciones puntuales, el Código ha fortalecido ese carácter arbitrario del ejercicio de la autoridad que ha sido tradicional en Colombia. El Código ha dado carta blanca a la policía para abusar de su poder, al punto de impedir siquiera que la ciudadanía haga reclamos respetuosos por un probable exceso en la conducta del agente. Aplicando el ya conocido “estado de alta excitación”, cualquier miembro de la policía puede detener a un ciudadano que, a juicio del uniformado, esté “demasiado excitado”. Es decir, así como se pone la gente cuando es víctima de un abuso.
Y es que estos abusos ya son noticia cotidiana. Un día un policía multa a un ciudadano por comprar una empanada en un puesto callejero. Otro día, un joven que va tarde a su trabajo es multado por correr en una estación de Transmilenio. Otro día vemos a unos policías vertiendo cloro sobre unas empanadas que un trabajador informal vende en la calle. Otro día, un grupo de funcionarios de Espacio Público acompañados por policías, forcejean con un vendedor callejero mientras intentan subir a un camión el puesto de perros calientes con que el hombre se gana la vida. Otro día, vemos llorar a un mototaxista porque la policía le ha quitado su moto, único sustento de su familia. Y así.
Lo más indignante de este fenómeno de excesos policiales es que se presenta solo contra personas de extracción popular. Porque está bien que la policía cumpla con su labor. Está bien que se impida la invasión desordenada o abusiva del espacio público. Está bien que se prohíban las conductas que puedan agredir o incomodar a los demás ciudadanos. Está bien que las concentraciones de gente sean reguladas, protegidas y acompañadas por las autoridades. En resumen, está bien que los ciudadanos tengamos límites en nuestro comportamiento y que las instituciones estén allí para garantizarlo, pero una cosa es eso y otra es que quienes tengan que cumplir esas normas sean solo los pobres. Porque basta con darse una vuelta por los barrios ricos de nuestras ciudades para ver cómo se invade el espacio público o ver cómo trata la policía a un borracho escandaloso cuando éste es alguien con recursos económicos y no un joven desempleado.
Las autoridades locales tienen un enorme reto en este sentido. En particular, los alcaldes son la primera autoridad de policía en cada municipio, por lo que el talante –democrático o autoritario– que tenga este funcionario será determinante en el comportamiento de los agentes en las calles. Por ello, mientras logramos transformar la cultura política de nuestras instituciones armadas y convertirla en democrática y respetuosa del ciudadano, es crucial que en las elecciones regionales del próximo 27 de octubre elijamos candidatos que se comprometan no solo a ofrecer soluciones a quienes ocupan, por placer o por trabajo, las calles del Colombia, sino a trabajar en cambiar la forma de pensar de la policía con respecto a los jóvenes. Queremos una policía respetuosa y confiable. No queremos una gavilla de uniformados que solo despiertan temor y rechazo.