Los ventarrones de agosto

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El gobierno de Duque se niega a implementar el Acuerdo de Paz.

Alfonso Conde

En medio de fuertes vientos cruzados y después del agite de la renuncia y posterior retractación del presidente eterno, primero impedido moralmente para ejercer como senador y después arrepentido de su primera decisión “por razones de honor”, tomó posesión de la presidencia el nuevo hijo predilecto de Uribe, su pupilo Duque. La ceremonia fue agitada primero por fuerzas naturales pero también por el irrespeto hacia el poder judicial, relegado a la posición del gallinero entre los asistentes, y luego por los discursos contradictorios del bachiller Macías, lanzando fuego a nombre de todo el Congreso con el beneplácito expreso de toda su bancada, y el del propio presidente con tono conciliador, ambos militantes del partido uribista que no es de centro democrático sino de derecha fascista.

Se ha especulado en los medios sobre estas reales o aparentes contradicciones en el seno del partido de gobierno: desde comportamientos de policía bueno y policía malo, típicos de las películas gringas hasta diferencias reales entre “alas” del mismo partido. El asunto se complementa con el debate sobre la elección por el Congreso del nuevo Contralor: se dio por descontado que el candidato del gobierno y su partido (sin el guiño presidencial) sería el ganadero energúmeno con intereses familiares en el propio senado que debería elegirlo; para eso a última hora se eliminó la restricción de participar como candidato a aquel individuo cuyos parientes ocuparan curul en el congreso. Hasta el momento de escribir este texto no se había definido aún la elección pero la contabilidad electoral sugería la derrota de Lafaurie, a pesar del intento unificador de la caverna adelantado por el propio Uribe con el genuflexo Pastrana y el neoliberal Gaviria.

Dos asuntos se desprenden, a mi entender, de estos comportamientos: la unidad de los partidos derivados de los tradicionales de la burguesía, si bien se manifestó en los diez millones de votos de Duque, no se puede mantener sin dádivas ni reparto “adecuado” de la burocracia estatal y, segundo, el gran gamonal estableció una división de funciones que le permite a su ahijado mantener sus manos “limpias” (sin meterse mucho en los vericuetos políticos que son del resorte del propio Uribe) mientras la bancada hace el trabajo sucio de impulsar su política cavernaria.

La unidad de la derecha es débil y por tanto derrotable. Mientras tanto las fuerzas democráticas, también divididas, avanzan en sus acercamientos para conformar un bloque que les permita, a corto plazo, ser opción real de poder. La población que ha sido marginada de las decisiones nacionales, la inmensa mayoría de colombianos, tendrá que construir en la calle la presión necesaria para avanzar.