Los verdaderos pirómanos

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Pablo Arciniegas

Luego de las manifestaciones que produjo la muerte de Javier Ordóñez, la cual está relacionada con un hecho de brutalidad policial registrado y transmitido masivamente por Internet, no me extraña que la respuesta del Gobierno sea la de siempre, tanto aquí, como en Llano Verde y en Samaniego: militarizar e imponer una autoridad que lejos de solucionar las cosas, las entorpece o empeora.

El ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, por ejemplo, sabe que está jugando con candela al incrementar la presencia de policías en la ciudad, pero como si estuviera escupiendo al cielo, dijo que, si era necesario, los traía de otras partes del país. Ya ni mide la amenaza porque confía en que los noticieros primero van a pasar imágenes de los CAI quemados, que de los verdaderos pirómanos, que son él y el Gobierno para el que trabaja.

Hablemos sobre ellos: Trujillo, Duque y los otros asesores y ministros, los verdaderos pirómanos. Hace dos años heredaron el monopolio de los incendios y desde entonces, se dedican a hacer invivible la República ―como lo decía Laureano Gómez―, con el único objetivo de hacerse indispensables. Su compromiso con cualquier posibilidad de un país menos violento y despiadado es falso, porque estas son causas que no los necesitan a futuro.

A ellos, más bien, les conviene que esto arda, para después figurar como bomberos, diciendo que van a abrir investigaciones y que el que la hace la paga. Pura carreta electoral, lo cierto es que nunca se sabe la verdad, nunca hay juicios y menos se oye una disculpa. Lo pueden ratificar las muertes de Dylan Cruz, Anderson Arboleda, Nicolás Neira, Felipe Becerra, y las de Javier Ordóñez y otros siete jóvenes bogotanos, que desde hoy se les suman.

Los verdaderos pirómanos le prenden fuego a Colombia, o dejan todo listo para que solita haga combustión, y entonces llaman a la Policía y al Ejército para apagarlo, como advirtiendo de entrada, que aquí las cosas solo se solucionan a las patadas. Después de todo ―calculan―, un homicidio a un menor, una moción de censura, se pueden embolatar. Y si es cuestión de imagen, pues ya se normalizó que sean instituciones poco preparadas y corruptas.

De hecho, la Policía y el Ejército también son un engendro de esta hoguera: filas de cadetes engrosadas con la pobreza, producto de mantener al país en estado de emergencia. Les suministran versiones sin censura del discurso de la guerra y de la oposición culpable de sus desgracias. Uno ruega porque al que le den el arma no le haya calado tanto odio y locura. Pero con las once descargas que le dieron a Javier, la esperanza queda rostizada de paso.

¿Estaremos, entonces, a merced de los verdaderos pirómanos durante toda nuestra historia? ¿No hay posibilidad de que Colombia sea otra cosa distinta, más que un país consumido por la impotencia y el dolor? A veces, parece que se fuera a reventar la última fibra para que seamos nosotros los que lo quememos todos, aunque a último momento siempre terminamos por poner la otra mejilla.

Epílogo I

¿Dónde están las babosas campañas de publicidad por la muerte de los bogotanos? ¿Dónde están los medios titulando ‘Policía mata a hombre de 43 años’? Hipócritas.

Epílogo II 

“Es preciso incendiar el Pabellón de Oro”, Yukio Mishima.