Sin aportar una sola prueba de culpabilidad, Tribunal de Apelación ordenó la detención del máximo líder del Partido de los Trabajadores. En juego, no solo la candidatura de Lula, sino la vía institucional de la izquierda frente a las próximas elecciones
Alberto Acevedo
Luis Inacio Lula da Silva es, en estos momentos, el preso político más famoso del mundo. Las fuerzas de la reacción, coaligadas para armar un juicio penal ilegítimo, calificado por muchos como la continuación del golpe fascista que se inició con el retiro de la presidencia de Dilma Rousseff, y que ahora pretende cerrarle el paso al regreso de Lula al Palacio de Planalto, lo que han conseguido en realidad es agigantar la figura del líder obrero y consolidar su liderazgo, como el más carismático dirigente político y social del Brasil en estos momentos.
A pesar de estar en prisión, Lula no está acorralado. Su fuerza política se mantiene intacta, y esta se expresa en la autoridad que representa, en la fuerza de convocatoria a la movilización popular. En este sentido, mantener en la cárcel al dirigente más opcionado por todas las encuestas de opinión como el ganador en las elecciones de octubre, se convierte, con el paso de las horas, en una papa caliente para el régimen de facto de Michel Temer. Es una detención insostenible para un gobierno que se proclama democrático.
Insostenible además, no solo por el prestigio político del detenido, sino porque es un hombre de 72 años de edad, que ha sufrido cáncer, que se trata de un expresidente de la nación más poderosa del continente, y que va a prisión gracias a una sentencia injusta.
Testigos ‘arreglados’
La inmensa mayoría de la población en Brasil, califica el proceso a Lula como un juicio político. La acusación por corrupción, que le mereció una condena a 12 años de prisión, se basa en el supuesto de haber recibido, como soborno, un apartamento que jamás ha sido suyo y que aún ahora, figura a nombre de la constructora OAS.
El resto de acusaciones, en su mayoría fabricadas con base en testimonios ‘negociados’ con personajes involucrados, ellos sí, en hechos de corrupción, y que no resisten el debate jurídico, fueron la base para fabricar la condena. No hay un respaldo procesal con pruebas idóneas que ameriten una acusación.
Sin embargo, se negó el recurso de hábeas corpus, que le permitiera al acusado seguir adelantando su defensa en libertad. Y se dispuso su encarcelamiento, a pesar de que otros recursos de apelación no han sido resueltos. Esto contradice el espíritu de la constitución brasileña, que indica la improcedencia de la detención, cuando aún quedan recursos por resolver, pues tal evento contradice la figura de la presunción de inocencia y desdibuja el derecho a la defensa.
Polarización de la sociedad
En estas condiciones, el veredicto judicial coloca al Brasil en una peligrosa escalada de tensiones y polarización, de resultados inciertos. El Supremo Tribunal ha asumido el papel de garante de la persecución judicial contra el expresidente Lula y ha entregado su cabeza en bandeja de plata a los golpistas, temerosos de que la proyección política de Lula los saque del juego político en lo que resta del año.
Desde la detención de Lula se vive un ambiente de polarización que alcanza todas las instituciones del estado. La justicia se encuentra dividida. De una parte están los jueces venales que actúan al servicio de los golpistas y de la reacción. De otra, el sector democrático de la justicia. Dos mil juristas, suscribieron una carta en la que solicitaban al Supremo conceder el hábeas corpus a Lula.
Durante el tiempo que estuvo recluido en una sede sindical, Lula recibió la visita de grupos de abogados y defensores, que le brindaron su respaldo. Entre estos, varias asociaciones gremiales de juristas. En un clima enrarecido por acciones fascistas, en las últimas semanas, se menciona el asesinato de la concejala Marielle Franco, el atentado, en el sur del país, contra la caravana proselitista de Lula, la deteriorada imagen del Tribunal Superior Federal.
Amenaza de golpe militar
Del lado de la derecha, se destacan las declaraciones del fiscal del Ministerio Público de Curitiba, Delton Dalagnoll, que lleva a cargo el caso de Lava Jato, quien prometió ayunar y rezar, para que el Supremo Tribunal Federal mandara a prisión a Lula.
Más graves aún, fueron las declaraciones de varios oficiales del ejército, en servicio y activo y de la reserva, que se pronunciaron por el encarcelamiento de Lula, so pena acudir a vías de hecho, para ‘restablecer el orden’. En pronunciamiento hecho público el 3 de abril, los militares dejaron claro cuál sería su posición. Ese día la cúpula militar notificó al Supremo que debían negar el hábeas corpus para que Lula fuera de inmediato privado de la libertad. De lo contrario, ellos intervendrían e impondrían una salida “democrática”, restableciendo el orden.
La derrota es de los golpistas
El general del Ejército de reserva, Luiz Gonzaga Schroeder Lessa, dijo: “Si el Supremo deja en libertad a Lula, no quedará otra opción que la intervención militar, para que las Fuerzas Armadas restablezcan el orden en el país”. Dado el creciente protagonismo de las Fuerzas Armadas, no es exagerado hablar de un golpe militar, en un país donde el congreso de la república tiene una credibilidad del 20 por ciento, el presidente una aceptación de apenas el 3 por ciento, según Ibope, y el segundo candidato presidencial más opcionado, detrás de Lula, Jair Bolsonaro, es un militar en retiro, misógino, homófobo y racista, que tiene a Trump como su modelo.
En estas condiciones, con miras a las elecciones presidenciales de octubre, la batalla política se desplaza del terreno jurídico al terreno de las luchas sociales, en las calles, promoviendo el trabajo de base y la movilización popular. Las fuerzas populares no han sufrido una derrota. La derrota es de los golpistas, castigados en las urnas en los últimos 16 años y que ahora muestran ser capaces de torcerle el cuello al sistema democrático, en su odio visceral contra un candidato de ascendencia obrera, que es capaz de disputarles el poder.