Unidad Investigativa histórica
Puede que haya opiniones divergentes o posiciones distintas en torno a la Revolución Rusa, pero no podemos negar que fue el acontecimiento, junto con la primera Guerra Mundial, que marca el inicio del turbulento siglo XX. Una contradicción se desarrolla de manera centenaria: entre grandes fuerzas obreras, campesinas y en general proletarizadas por el avance del capitalismo, y el enorme poderío de los centros globales de acumulación de capital, exhibiendo armamento, ostentación y una profunda desigualdad. Por lo tanto, no se afirmó a la ligera que de esta contradicción nacería la «construcción de un hombre nuevo» y que «la violencia es partera de la historia».
La guerra imperialista es el puntal bajo el cual las enormes mayorías se movilizan por la transformación de su realidad. A cien años de la Revolución rusa hemos atendido, más que a un estudio riguroso sobre sus causas y consecuencias, sus actores y la lucha que protagonizaron, a una reacción de las academias contra la transformación de las relaciones sociales, donde las revoluciones son el corolario del despotismo, la violencia y la dictadura; todos calificativos que movilizan en torno a una moral reaccionaria, pero que no justifican sus conclusiones.
Las comparaciones entre Hitler y Stalin abundan; la continuidad entre los zares y Putín (desconociendo a la revolución) se ha vuelto un tópico casi que incuestionable; los datos de las hambrunas y masacres cometidas por el «régimen comunista» llegan al absurdo de plantear la total aniquilación de la población soviética, con números de oídas. Como anota Doménico Losurdo, para el caso de Stalin, hemos atendido a la historia de una leyenda negra. Valdría extender la analogía a la revolución.
Grupos de libros
Con el análisis de la bibliografía producida hasta hoy encontramos sólo unos pocos textos que abiertamente toman posición frente a la revolución. Otros, sencillamente denigran de ella, pero no se comprometen con sus postulados. Muy pocos defienden, a partir de investigación documentada y con métodos verificables, los logros y la apertura de posibilidades que trajo consigo. Un ejemplo del primer tipo lo constituye el famoso libro de Richard Pipes La Revolución rusa, que a lo largo de más de 800 páginas dice que la revolución fue más intelectual que social, que se trató de un golpe de Estado planificado por una cúpula burocratizada generador de terror desde su comienzo.
El segundo grupo tiene dos exponentes actuales: El tren de Lenin de Catherine Merridale y La Venganza de los Siervos de Julián Casanova. Ambos refieren al grave problema social que se experimentó en la sociedad rusa por cuenta de la agitación, la guerra y el hambre, «principales» causas del levantamiento. La voluntad no existe para estos autores más allá de la posición intelectual. No hay intenciones, sólo consecuencias. Una anotación sobre el libro de Casanova es importante: dice que todo su trabajo se basa en las más recientes investigaciones hechas sobre los archivos de la URSS, abiertos en 1991. Los libros que reseña son de esa fecha, y se dedica a repetir sus conclusiones, no a investigar sobre los archivos que dice que tanto aportaron a la historiografía.
El tercer y último grupo, aunque no ha sido muy renovado, es liderado por la escritura de Lenin (cartas y algunos panfletos) y de Christopher Hill. Se caracteriza por intentar comprender la dinámica popular del proceso, buscando transformarla y encausarla hacia la construcción del socialismo.
Poca bibliografía
La oferta de publicaciones, de la Revolución rusa, en nuestro país ha sido especialmente baja, con más reediciones y traducciones que publicaciones originales. Queda la deuda de los historiadores con los comprometidos que buscan el cambio de esta sociedad para hacer publicaciones que muestren qué efectos tuvo la Revolución rusa, un acontecimiento global obrero, dentro de un país con un capitalismo que apenas consolidaba su dinámica industrial. Esto no es casual, sino fruto de una política deliberada para encerrar a los historiadores dentro de temáticas que no responden preguntas más que para entretención y fragmentación de la profesión que, aunque habían sido desconocidos para las academias, no responden preguntas a las que el presente enfrenta a toda la sociedad ¿Podemos pedir a la sociedad que confíe en una disciplina que está más preocupada por su vanidad que por explicar los grandes problemas que vivimos de manera cotidiana?
Atendimos hace cien años al acontecimiento que abrió la posibilidad histórica para la transformación de las relaciones sociales de explotación del hombre por el hombre, sin distingo de raza, religión o nivel de acumulación. En un país donde el Estado ha hecho presencia selectiva en función de la inversión privada de capital antes que garantizar el acceso a los servicios públicos ¿Es legítimo usar las herramientas que nos permitirían comprender procesos de transformación de manera caprichosa en esta formación histórica?
En el centenario de la revolución debemos alzar nuestra voz frente a una sociedad que privilegia el olvido antes que la comprensión rigurosa de nuestra historia, de una sociedad, la nuestra, que se ha esforzado por combatir la democracia real para reemplazarla por el pingüe ejercicio del voto por las derechas.
La revolución muestra que el cambio es posible, así los historiadores de la reacción lo nieguen, por lo que no podemos caer en el argumento que condena la realidad pero asegura que el cambio siempre deriva en totalitarismo (negando el totalitarismo del imperialismo liberal y del reaccionario). La evidencia que sustenta estas tesis es, en la abrumadora mayoría de los casos, una impresión sobre la realidad, contrastada con la del cambio, que es claramente verificable mirando la transformación de las relaciones sociales y las de propiedad. ¿Se podrá caer en el juego de la hegemonía, la condena a un presente en el que la burguesía para existir debe transformarse pero nos niega la posibilidad de transformar la sociedad para eliminar la explotación?