
El lamentable episodio del empresario samario Enrique Vives que ebrio atropelló y mató a seis personas y trató de eludir la acción de la justicia, recuerda cómo actúan las llamadas “personas de bien”
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
La sociedad colombiana se estremeció con la noticia de que el empresario Enrique Vives Caballero, bajo los efectos del alcohol, atropelló en Santa Marta a siete personas, matando a seis y enviando al séptimo a cuidados intensivos. El hecho hubiese sido una nota más de la página de sucesos, cruda y dramática como todas las que narran accidentes de tránsito, si no fuese por los apellidos del conductor que lo relacionan con dos de las familias más influyentes del departamento del Magdalena: patrones clientelistas, grandes terratenientes, vinculados con despojo de tierras, receptores de regalos corruptos de Agro Ingreso Seguro, en fin, unas joyas.
Enrique, al parecer no es millonario, pertenece a una rama lejana de la familia poderosa que se ha adueñado del departamento y vive de su trabajo como propietario de un restaurante. No obstante, lo que causó más indignación en la ciudadanía no fue tanto su origen familiar -que a la hora de la verdad es lo de menos-, sino la actitud que tuvo después del accidente, que ya parece un modus operandi de las familias adineradas para eludir la acción de la justicia.
Burla a las víctimas
Primero, el conductor huye de la escena del accidente antes de que le practiquen la prueba de alcoholemia y se esconde por varias horas mientras pasan los efectos de la bebida. Segundo, se interna en un centro médico donde se le diagnostica “deshidratación, cefalea, malestar general, taquicardia y sudoración”, es decir, síntomas de un guayabo terciario. Tercero, días después, se traslada a una clínica psiquiátrica donde le diagnostican “un cuadro severo de estrés”, lo que le da unos días más que usa para sentirse más tranquilo y superar el trauma que significa matar a alguien en un accidente, mientras sus abogados preparan la estrategia de defensa. Finalmente, se presenta ante el juez -porque en ningún momento ha sido capturado por la policía- acompañado por sus abogados, alega inocencia, culpa a las víctimas del accidente y ofrece una indemnización para disuadir a las familias de interponer una demanda civil.
Fue lo que hizo el joven Fabio Salamanca quien en 2013 protagonizó un episodio similar al de Vives, pero también lo hizo Rafael Uribe Noguera, violador y asesino de Yuliana Samboní, después de perpetrar el macabro hecho contra la niña indígena en 2016. La repetición de esta conducta demuestra no solo la concepción que la clase dominante tiene de este país: lo considera su finca y a todos nosotros nos considera sus peones. También demuestra que efectivamente es posible que eludan la ley y se burlen de las víctimas mientras la gente común y corriente tiene que soportar los abusos de la policía y no tiene las garantías propias de un Estado de derecho.
Solo en el papel
Capítulo aparte merece el tratamiento que los medios de comunicación dan a estos hechos. “Un reconocido arquitecto”, “un prestante empresario”, son el tipo de calificativos que usan para referirse a estos personajes. A Fredy Valencia, un hombre pobre que violó y asesinó al menos a 16 mujeres en 2015, los medios no dudaron en bautizarlo como el “monstruo de Monserrate”. A Rafael Uribe Noguera nunca lo llamaron el “monstruo de Chapinero”, aunque en honor a la responsabilidad, debieron hacerlo.
Este tipo de episodios revela el verdadero carácter clasista de nuestra sociedad. Somos un Estado social de derecho solo en el papel. Aquí los privilegiados lo son no solo económicamente sino también a la hora de impartir justicia. “La ley es para los de ruana”, decía Jorge Eliécer Gaitán. Y tenía razón. La ley se aplica de forma diferencial dependiendo del color de la piel, del acento, del automóvil, de la ropa y de la actitud.
Es lo que tenemos que cambiar.