Renata Cabrales
Cuando se huye de un país como Colombia, o simplemente, se va en busca del sueño europeo, porque nuestro país tiene pocas oportunidades educativas y laborales para el pueblo, contrario a las balas y el hambre que sí abundan para este; no es fácil tener que considerar la idea de luchar por los derechos donde se ha nacido o exponerse a la discriminación en otro lugar, supuestamente ajeno, como un ser “ilegal”, con tal de sobrevivir a una vida hostil.
Este 8 de marzo, debido a la pandemia, y a pesar de los posibles contagios, es necesario que las mujeres alcen la voz en las calles, por el empeoramiento de las condiciones laborales en cualquier ámbito y, además, urge sacar a la luz las pésimas condiciones laborales y educativas que enfrentan las mujeres migrantes en diferentes países de Europa.
Un caso particular es el de Alexandra Puerta, cuya identidad ha sido cambiada, y a quien conocí por casualidad en cualquier lado del paraíso suizo, donde me contó, con no poca decepción que, “después de 18 años fuera de mi país, tengo que reconocer penosamente que aún me siento vulnerable y víctima de discriminación”.
Según la OIM y ONU Migración, entre los riesgos específicos que la pandemia ha implicado en la población migrante, particularmente para las mujeres, se encuentran: Precarización laboral, explotación, e impacto socioeconómico. Según el Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2020 de la OIM, “las mujeres migrantes representan alrededor del 74% de la industria de servicios, como el trabajo doméstico, experimentando en muchos casos, condiciones de precarización laboral. Gran parte de su ingreso se destina a sostener a sus familias en países de origen”.
Según Alexandra, una de las principales razones de discriminación hacia mujeres migrantes es el estigma de que las personas de un grupo cultural o social diferente, por el desconocimiento del idioma, se le dificulta integrarse a la sociedad y comunicarse correctamente: “Por casi cuatro años intenté encontrar un trabajo relacionado con mi título universitario de Colombia, que no fue reconocido en Suiza. Me encontré, además, con un exceso de burocracia al intentar completar los requisitos para homologar el título. Finalmente, encontré una práctica en un hospital, que me dio la posibilidad de acceder a un contrato laboral”.
El tema de la educación superior también es difícil de afrontar. En muchos países europeos la migración latina es vista solo como obreros “al negro”, expresión discriminatoria, per se, que da entender que no es fácil ni siquiera pensar en superarse académicamente y aspirar a mejores condiciones de vida.
“Después de tres años de destacarme como una excelente empleada quise continuar con mis estudios como enfermera, y siempre se me negaba la posibilidad, primero, por ser madre, lo que según la empresa no me permitiría estar disponible para estudiar y trabajar. Segundo, porque el idioma sería un obstáculo e incluso, dudaron de mis capacidades académicas al insinuar que el pensum era demasiado complicado. Muchos creen que las universidades de otros países no alcanzan el nivel suizo, lo cual es falso”, advierte la mujer migrante, que incluso, en su labor como enfermera ha sido discriminada por los mismos pacientes que desconfían de sus capacidades por ser extranjera: “hay pacientes que se niegan a ser atendidos e incluso, he recibido comentarios prejuiciosos sobre mi país”.
En otros campos laborales, como el turístico, muchas mujeres migrantes han perdido sus empleos, ya que este sector es una fuente de trabajo que se ha visto afectado por la pandemia.
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