Napoleón: un patetismo cómico

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Fotograma de la película Napoleón (2023), con la actuación del ganador del premio Oscar, Joaquín Phoenix. Foto Imdb

La reciente película del director Ridley Scott sobre el militar y político francés es ambiciosa, fallida e irregular, donde pesa la obligación de editar para ajustarse a un determinado metraje. Advertencia: este artículo contiene spoilers

Juan Guillermo Ramírez

Desde los años de la revolución francesa, con un oficial de origen corso, Napoleón Bonaparte, contemplando como cae en la guillotina la cabeza de la reina María Antonieta, hasta su último suspiro en el exilio de la isla de Santa Elena, la trayectoria de un hombre indescifrable, genio militar que llevó a la muerte a más de trece millones de personas, que identifica su ambición con la grandeza de Francia, y que en cuestión de amores queda subyugado por una aristócrata viuda venida a menos por los nuevos tiempos políticos, Josefina, pero con la frustración de que no acaba de darle el vástago que desea.

Es difícil hablar de comedia en una aproximación a la vida de Napoleón tan monumental como la que ha realizado Ridley Scott. Es fácil caer en la tentación de reducir el personaje del emperador a una sátira malintencionada de un inglés, como el mismo Scott, sobre una figura capital de la historia francesa como Bonaparte.

Ambiciosa

Napoleón ─2023─ es una película ambiciosa, como son las que gusta realizar a Ridley Scott, sin olvidar sus tres más notables trabajos Los Duelistas ─1977─, Alien ─1979─ y Blade Runner ─1982─. Fallida e irregular, pesa la obligación de editar para ajustarse a un determinado metraje ─así sean esas interminables casi tres horas.

Además, hay caprichos tontos, como algunos elementos gore, como Napoleón, como un conejo en celo poseyendo a Josefina como si fuera una yegua. No es el Napoleón ─1927─ que filmó Abel Gance, ni la versión de Youssef Chahine, Adieu Bonaparte ─1985─, cuando estuvo en Egipto, ni mucho menos el Napoleón que Stanley Kubrick, habría filmado.

Por comparar con la referencia obligada, la intención de Ridley Scott no difiere tanto en origen de la de Abel Gance. En 1927, el cineasta francés se propuso convertir la vida del Bonaparte en pura materia y esencia cinematográfica haciendo coincidir el imaginario del público con el de la propia pantalla. La polivisión, la multicámara, el simbolismo, la contraposición y los efectos especiales transformaban el rigor de la imagen real, es el escenario de un sueño pleno, operístico y exorbitado de grandeza frente a la puerilidad plana del incipiente cine sonoro.

Así lo entendió el propio Coppola cuando con el correr del tiempo apadrinó la película en un reestreno en 1980, que era también una declaración estética y política: el poder del cine para apelar e inflamar la conciencia colectiva en un tiempo de transformación de la mano de un Nuevo Hollywood que empezaba entonces a mostrar sus grietas.

Francia, Ejército, Josefina

De entrada, la encarnación del emperador por parte de Joaquin Phoenix ayuda a este Napoleón de broma pesada. El histriónico actor dibuja un personaje estático en su autismo, que apenas cambia con el devenir histórico. Aburrido siempre y hasta en la ejecución de María Antonieta en la guillotina de la Revolución Francesa. Ebrio de poder, su carisma tímidamente se entrevé en el campo de batalla. Un Napoleón más propio, por momentos, de las parodias.

Y resulta inválida la excusa del hombre enigmático, imposible de comprender, o que su vida se resume con sus últimas palabras, ‘Francia, ejército, Josefina’, para justificar la foto incompleta que nos ofrece el director, el guión habría merecido tener detrás a alguien con pulso más firme, para hacer complejos y, a la vez, humanos a Napoleón y Josefina, sin caer en el ridículo de sugerir que todo habría sido distinto si la que mandara fuera ella.

Todos los personajes que giran alrededor del emperador quedan reducidos a comparsas, se nos dicen los nombres de algunos para que se vea que se han tenido en cuenta, pero no más. No hay magnetismo en la composición de Joaquin Phoenix, quizá porque él y Scott rechazan de plano al personaje: a ratos miedoso, incrédulo, cruel, que se ríe de no se sabe de qué.

Ridley Scott muestra algunas de las grandes batallas: Tolón, Austerlitz, la campaña de Rusia, Waterloo, con una puesta en escena y diseño visual deslumbrantes y acompañamiento musical discutible, pero fracasa a la hora de atrapar a la persona, al hombre en su intimidad. Algunas de las escenas compartidas por Phoenix y Vanessa Kirby como Napoleón y Josefina son grotescas, y los fragmentos epistolares en off sólo sirven para dar cuenta de las andanzas militares del protagonista.

Resulta encomiable el esfuerzo por plasmar la estrategia militar sobre el terreno, y las escenas de masas, con ejércitos en confrontación, son destacables, seguramente se ha contado con muchos extras, pero sobre todo han mejorado los efectos visuales desde Gladiator. En cualquier caso, Austerlitz y el hielo permiten la entrega de imágenes impactantes, donde se juega con el blanco del hielo y el rojo sangre, y los planos subacuáticos. Pero no basta, e incluso hay fragmentos donde faltan la grandiosidad en las secuencias de Moscú.

Scott, como Bonaparte

El problema básico de la propuesta de Scott es que se queda, en la interrogación asombrada, negándose a dar un solo paso más allá de la estupefacción o el ruido. Napoleón, en realidad, no cuenta nada, no investiga nada, no propone nada. La película se limita a seguir el caminar heroico de su protagonista desde la nada al todo, de la sima a la cima, desde la silenciosa ambición al más soberbio y perfecto de los fracasos. El director se deja llevar por el resplandor del mito y se limita a reproducir cada uno de los lugares comunes sin atender a más precisiones que las estrictamente necesarias. El sombrero, por ejemplo. Y ya.

Napoleón lidia con un problema que debe haber abrumado a cualquier guionista dispuesto a contar su historia. Son tantos los giros políticos, los cambios de alianzas, las relaciones de poder y los puestos que ocupa el protagonista a lo largo de las tres décadas en las que fue una figura central de Francia que resulta muy difícil clarificarlos en un relato cinematográfico clásico. No hay un enemigo, sino varios. No hay una guerra, sino una serie de conflictos. Y no hay un gobierno enfrentado a otro, sino una larga secuencia de giros y cambios políticos.

Al final, lo único que le queda a quien escribe su vida en términos cinematográficos es ir paso a paso, combate a combate, volviendo cada tanto a ese irresoluble pero fascinante conflicto que es su vida personal. En las distintas batallas napoleónicas, que Scott pinta con su acostumbrada grandilocuencia y espectacularidad –ayudadas, de modo más visible que de costumbre, por efectos digitales–, lo que reluce es su capacidad, similar a la de su protagonista, de organizarlas visualmente, posibilitando que el espectador entienda la lógica espacial de los combates, por más reducidos o simplificados que estén en relación con los reales.

Scott, como Bonaparte, es estratega posicional y utiliza el espacio como un lienzo en el que mover sus piezas, hacerlas chocar y separarlas, sorprender desde un flanco inesperado y, en general, salir triunfantes. Pero a ambos se les dificulta la civilidad, el día a día, la comprensión de la existencia como algo mayor a los puntos altos con los que los libros cuentan las grandes historias.

Aisladas de un contexto histórico que les brinde sentido, esas secuencias quedan como un demo reel de la destreza formal del cineasta. A fin de cuentas, Napoleón es un espectáculo inerte que no consigue interesarnos, mucho menos conmovernos.