El desplazamiento forzoso de profesores es un fenómeno que afecta a miles de ellos, pero también a sus comunidades educativas. Centenares de crímenes en la impunidad
Juan Carlos Hurtado Fonseca
@aurelianolatino
“La gente me comentaba que veían pasar personas que me seguían y por eso puse la denuncia y me colocaron vigilancia. Después supe que la gente de Mancuso estaba tras de mí. Eran paramilitares, tenían la orden de matarme. Hablé con la dirección, en esa época estaba Gloria Inés Ramírez en la presidencia de Fecode, me mandó los pasajes y me trasladé a Bogotá, eso fue el 3 de mayo del 2000”, cuenta el profesor Eduardo Martínez, uno de los cientos de docentes desplazados por el paramilitarismo en Colombia.
De un día para otro, tuvo que llegar a la capital del país con tres hijos y su esposa en embarazo. Inició un proceso de adaptación a un nuevo clima, a nuevas costumbres, a otra gente, y lo peor, a pagar arriendo sin recibir un salario: “Eso es duro, uno no sabe adónde va a llegar, el ambiente es totalmente diferente, con gente diferente y costumbres diferentes, es incómodo. Pero conté mucho con la solidaridad del Partido que hasta el día de hoy han sido incondicionales”.
Inicialmente vivió en Soacha, donde estuvo dos meses, después se trasladó al barrio Britalia en la localidad de Kennedy, en el que permaneció varios años. Logró conseguir reubicación transitoria en el colegio Class Roma, pero solo después de tres años. Antes, se sostuvo dictando clases en un colegio comunitario de Cazucá. Allí le daban una certificación que enviaba a Montería y cada tres o seis meses le consignaban el salario.
De la normal a la U
La historia de Eduardo Martínez como profesor inició hace 32 años cuando culminó estudios en una normal. Fue nombrado por primera vez en Planeta Rica y posteriormente trasladado a Montería. Su primer trabajo fue con niños de primaria. Ingresó a la Universidad de Córdoba a estudiar Matemática y Física, y en 1989, apenas se graduó, lo pasaron a bachillerato nocturno en un colegio de Montería.
En Planeta Rica ya era activista sindical de la Asociación de Maestros de Córdoba (Ademacor) y pertenecía a la Unión Patriótica. “De allá me sacaron por problemas de seguridad, ya que me hacían seguimientos, había constante vigilancia, pasaban motos, carros con vidrios polarizados; por lo que me fui para Montería. Había un jefe de distrito que se llamaba Antonio Charria, quien también era de la UP y me hizo trasladar para garantizar mi seguridad y fue cuando entré a secundaria. Yo hacía campaña para la UP, para las distintas alcaldías en Tierralta, Montelíbano, Valencia, para los distintos concejales. Dictaba charlas y en el sindicato fui el último dirigente del Partido que hubo; al compañero Alberto Ruiz le tocó irse para Barranquilla”.
Antes de su salida de Montería para Bogotá, puso la denuncia ante la Fiscalía y ante la Secretaría de Educación departamental: “En la mañana yo estaba en otro colegio del municipio que se llamaba el Liceo Femenino, que también era de la Secretaria de Educación de Montería y en la noche estaba en el colegio nocturno. Dije que mi vida corría peligro y que por lo tanto tenía que abandonar el cargo.
“Cinco días antes se había ido la luz donde vivía Alberto Ruiz, enseguida le dieron plomo a los que estaban afuera y le mataron a la esposa y al suegro. Él estaba tomando agua, por eso no lo mataron. Como a los tres días, mientras almorzaba mataron a un compañero que fue candidato al Concejo de Montería; se llamaba Emilio Cifuentes.
“Y después fueron por mí; se fue la luz, yo le dije a mi mamá que entrara los niños al patio, entonces cuando volvió la luz, como a las dos horas, me llamó un vecino y me comentó que había un tipo armado y que él le había dicho ‘a la orden’, y le preguntó que qué necesitaba. El tipo no le contestó, solo se fue. Por esto decido viajar a Bogotá con toda mi familia, dejamos todo, la casa quedó abandonada, luego le encargué a mi mamá que la arrendara”.
Recuerda su sufrimiento en Bogotá, cuando le cobraban el arriendo y no tenía para pagarlo; cuando tampoco tenía cómo pagar servicios ni alimentación; mientras su casa en Montería permanecía sola, no podía ser arrendada porque había temor de habitarla. Solo se pudo alquilar dos años después.
Agradece haber contado con mucha solidaridad de la organización política, la Asociación Distristal de Educadores (ADE), y de la ONG Reiniciar.
Empezar de ceros
Otro de los choques culturales fuertes que soportó fue cuando retomó las clases. Entendió que en la ciudad la relación con los estudiantes es totalmente diferente: “En las regiones, en Córdoba y Planeta Rica es más sana la convivencia de los pelaos, es decir, aquí hay una avanzada descomposición social. Cuando me trasladé a la localidad de San Cristóbal encontré el mismo fenómeno. Frente a la educación yo pensaba que la gente acá era el último grito en educación, y no; es lo mismo que allá, yo creía que aquí era más avanzado todo. En la regiones se profundiza más sobre la ciencia que aquí”.
Ahora debe responder por toda su familia con un salario de profesor de escalafón 14. Su esposa trabaja los sábados y su hija mayor logró una beca para adelantar estudios de medicina en Cuba. “A mi otro hijo lo inscribí en la Universidad Nacional y otro termina este año y quiere estudiar derecho. En este momento la meta es lograr darle estudio a los muchachos”.
Hace seis años consiguió vivienda propia gracias a un subsidio del Estado a los desplazados y a un crédito que adquirió con una entidad bancaria.
Eduardo Martínez hace parte de esos educadores por vocación, de esos que nacieron para la enseñanza: “A mí toda la vida me ha gustado enseñar, educar, orientar, facilitar el conocimiento, por amor a la profesión, por actividad revolucionaria y como una actividad transformadora. Uno tiene la política clara frente a los profundos cambios que necesita el país, frente a la necesidad de la paz y hay que insistir en eso. Hay que aplicarlo en la educación de los muchachos”.
El problema de Eduardo Martínez se ha reproducido en alrededor de dos mil educadores de país desde el 1 de enero de 1985. El conflicto armado los ha tocado directamente. Según Jorge Ramírez, secretario técnico de Fecode, desde esa fecha hasta la actualidad hay alrededor de seis mil docentes amenazados. Además, han sido asesinados 1.011 y hay alrededor de 50 desaparecidos. La impunidad reina.