Pablo Arciniegas
Ser niño o niña en los tiempos del Covid-19 está muy jodido. La decisión de que los menores de edad, de cinco años en adelante, puedan salir por treinta minutos al día parece una broma, si se le compara con el desinterés que la sociedad les ha correspondido hasta el momento.
Desde que empezó la pandemia, la libertad de hacer lo que se les diera la gana a los niños y niñas ha perdido terreno. La necesidad de protegerlos (necesidad de un sistema que no tiene asco a la hora de heredarles un planeta devastado) los confinó junto con nosotros ―los que de adultez padecemos― para soportar 24/7 el arribismo, la autocracia y la reticencia al cambio propia del paso del tiempo. Para soportar nuestra tendencia a echarles en cara que, si no fuera por nosotros, no tendrían todo lo que tienen: el encierro en este caso.
Los adolescentes, por supuesto, encontraron en el computador y los celulares que les compraron para hacerles seguimiento, distraerlos y para estudiar un escape inevitablemente bombardeado por toda la publicidad de las redes sociales y las aplicaciones que usan para conectarse con sus amigos. Mientras que los menores de diez años están obligados a pararse frente a una pantalla, a cometer el ridículo acto de poner atención desde sus casas, hacer formación y hasta vestir el uniforme.
Pero me parece que a los que peor le va son los que están aprendiendo a leer y escribir. No solo porque la virtualidad es insuficiente para enseñarles estas habilidades ―que paradójicamente son las necesarias para operar un computador―, sino porque el espacio reducido y la falta de interacción con otros niños y niñas de su edad, los ha convertido en una bomba de azúcar y estímulos de mercadotecnia enterrados debajo de las ‘inocentes’ parrillas de programas infantiles a los que por horas lo dejan expuestos.
A ellos parece que nadie los sabe entender, y a los padres de familia esta situación los ha hecho suplicar por una fecha de regreso al colegio. Pero, tampoco es algo que genere malestar. Simplemente a la fuerza laboral se le enseñó a producir y consumir, no a crear un puente entre el lenguaje de los niños y niñas y el que imponemos los adultos. No, para eso se les paga a los maestros de preescolar, para que soporten la insolencia y crueldad infantil, que es tan capaz de herirnos el ego.
Así que la niñez es un problema social. Y los gobiernos, desentendidos como raro, ahora se lo echaron encima a una generación de padres que debe justificar cada hora de su sueldo por teletrabajo (estar en casa, pero no estar). Ahí es donde me quedo esperando a las políticas públicas de los que se hacen elegir como los protectores de la niñez y la familia, de los prohibicionistas y las brújulas morales. No existen. Lo principal es reactivar la economía ―¡Urra!―, y como sea volver al trabajo para ocultar el desprecio que sentimos por la niñez, que es también un raro desprecio por nosotros mismos.
Hasta su nacimiento, los niños y niñas eran uno solo con la parte muerta del universo. ¿Qué mensajes de ese otro lado no los hemos dejado expresar por intentar replicarnos en ellos?
Epílogo
Existe otro grupo de niños y niñas más abandonado. Me refiero a los que están encerrados en las piezas de los pagadiarios o les toca salir al rebusque con sus padres y arriesgarse al contagio. Para ellos, estos han sido más de cincuenta días de tedio y falta de juegos. Para ellos este ha sido un crudo contacto con el hambre y la pobreza. Ellos serán otra generación más de Los olvidados de Buñuel.