El cine es un importante vehículo de cultura, pero también puede ser una poderosa herramienta de dominación. Mediante recursos audiovisuales se perpetúan imaginarios que naturalizan las violencias de género, clase y raza
Angelita Rubiano Tamayo
@lita_rubita
Pareciera que el hecho de que el cine constituye una herramienta de dominación es considerado un tabú, o al menos, un secreto a voces. Esto, especialmente, en las escuelas de cine que en su mayoría se centran en el desarrollo de la técnica y de una narrativa que teme romper con el inmaculado ABC del guion occidental.
Las preguntas de orden filosófico son redimidas o incluso ignoradas: ¿A quién representamos?, ¿cómo lo estamos haciendo?, ¿qué significa que utilicemos este o aquel plano cuando proponemos que el personaje femenino esté desposeído incluso de su propia dignidad?
Pareciera que el cine de ficción colombiano estuviera cómodo en la empobrecida industria nacional; mientras se pueda seguir vendiendo el país bajo el esquema de la “maquila audiovisual” en donde las cabezas de equipo son extranjeros, pues se trata de mantener la industria con la venta de servicios de logística para películas y series internacionales que, además, no tienen que pagar los impuestos que el resto de nosotros sí.
Pero, como en todas las soluciones neoliberales, mientras unos pocos ganan con este esquema, lo que sucede paulatina pero no lentamente, es el debilitamiento de narrativas propias, más experimentales, así como también, la posibilidad de imaginar otras historias exitosas en términos económicos, más allá de las “narco-miserias” que en pocas oportunidades nos han dado “la dicha” de llegar a los grandes festivales, aunque ello signifique pasar por encima de nuestras potencialidades, de nuestra historia, seguir contando con el colonialismo como base de relato y por supuesto, con el patriarcado.
La identidad y la memoria en el cine
Un siglo y casi tres décadas de cine en Colombia, ¿qué nos falta para que las salas se llenen con algo más que Hollywood o con algo más que películas insulsas que solo nos hacen quedar en un gran y permanente ridículo en plataformas OTT como Netflix? ¿Qué falta para que las comunidades rurales, dejen de ser sólo paisajes y objetos? Uno de los pilares del desarrollo sustancial y por lo tanto de lo que llamamos “éxito” en otras industrias cinematográficas del mundo es el consumo de lo propio: la generación permanente de espacios de exhibición, de formas de distribución y análisis, en donde se puedan apreciar películas nacionales y que permitan a las personas sentirse identificadas y con ello, la dignificación de la memoria.
Para llegar a ello tendríamos que comenzar entonces por preguntarnos, ¿cuántas películas hemos visto en donde la violencia está despojada de sus orígenes y el narcotráfico se narra a la manera y en el sentido en el que Hollywood nos ha enseñado a entender nuestro propio conflicto? ¿Acaso no fue enaltecida por cierta industria nacional (quienes les dotaron del servicio logístico) la película rodada en Colombia en donde por enésima vez nuestro país era la tierra del narco en donde secuestraban al pobrecito gringo?
En los últimos 15 años he escuchado mil veces en boca de cineastas que “estamos cansados de ver películas del conflicto en Colombia”, y, sin embargo, cuando se toma este leit motiv en las películas de ficción, se sigue contando la guerra de una manera superficial con algunas excepciones. Incluso, tergiversando la historia o lo que es peor, basando su narrativa en la historia oficial.
Mujeres campesinas reales
¿Cuesta tanto acercarse a otras fuentes? En realidad, ¿no podría hacerse un mínimo esfuerzo y consultar por lo menos una vez a una mujer campesina, antes de poner a la actriz en escenas basadas en una mirada citadina y patriarcal? De esta manera se podría romper con el ciclo victimizante en donde las mujeres rurales no pueden salir de su abandono, de su pobreza, de su dependencia.
Como afirma Alix Morales, feminista campesina y coordinadora del comité de mujeres de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina, ANZORC: “En las pocas películas que he visto en relación al tema de las mujeres campesinas, siempre nos muestran como las pobres, las ignorantes, muy fáciles de convencer para ser mulas del narcotráfico y para la prostitución. Siempre nos muestran como empleadas domésticas, en condiciones de trabajo indigno y de vulnerabilidad frente a los hombres que hacen parte de la casa en donde se trabaja. Se denigra mucho la vida de las mujeres cuando se presentan en esas condiciones (…) no hay una campesina que la muestren como una mujer que logró hacer algo productivo, que mejore sus condiciones de vida, las muestran como la que no logra salir de sus condiciones de vulnerabilidad”.
¿Cuántas mujeres campesinas, indígenas y afrodescendientes -mujeres rurales- tienen oportunidad de verse en todo su esplendor en las pantallas? ¿Cuántas de ellas, y me refiero a las reales no a las actrices disfrazadas groseramente de ellas, han tenido acceso a hacer, ver, analizar ese cine que las personifica? ¿Hemos hablado con suficiencia sobre nuestra larga guerra?
Por dar solo un ejemplo, entre 1976 y 2019 en Argentina se hicieron cerca de 500 largometrajes solo en ficción y documental (en este conteo no entran cortos, mediometrajes ni películas de cine experimental, home-movie, video danza, animación y otros géneros), en donde a favor -en la primera década- o en contra de la dictadura se consolida la memoria de esa oscura época en la república austral.
Exclusión de género en la pantalla grande
Como de costumbre, son las mujeres quienes llevan la peor parte; ellas son quienes usualmente están en la economía del cuidado y del hogar, y no acceden a los espacios cinematográficos que eventualmente se desarrollan en las cabeceras municipales. Son pocas las experiencias de cine itinerante en veredas y corregimientos, además de otros obstáculos, como la falta de luz o no contar con un espacio idóneo y las condiciones atmosféricas que juegan en contra para pensar en proyecciones bajo las estrellas.
La poca oportunidad que se tiene en el campo de ver cine y aún más para las mujeres, podría contrarrestarse con un mes de sueldo de un par de congresistas. ¿No podríamos generar en la ley un incentivo para hacer 10.000 copias de cada película y enviarlas a cada punto de la geografía nacional, apoyándonos en las bibliotecas públicas, JAL y centros educativos?
La deuda que el cine de ficción colombiano tiene con las comunidades rurales es inmensa, teniendo en cuenta que los relatos obvian, minimizan y borran el sentido original de la guerra, que es la expropiación territorial y cultural para la expansión del capital. Si pensáramos en esa retroalimentación más que necesaria para imaginarnos otro país posible, el cine colombiano se fortalecería y probablemente el vínculo entre los y las realizadoras con las comunidades sería mayor, obligando de muchas maneras a repensar las narrativas solo por el hecho de tener la posibilidad de presentar las películas y hablar directamente con las personas a quienes representan.
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