Pierre Rivière: La verdad en juego

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Juan Guillermo Ramírez

Presentamos, en los 205 años de ocurrido el parricidio que dio a conocer Michel Foucault, un ejemplo de la importancia de la historiografía realizada por el filósofo. Antes que leer el libro que la inspira, vi la película de René Allio, Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano… (Francia, 1976).

La obra de rescate de los olvidados archivos, realizada por Michel Foucault y un grupo de trabajo del Colegio de Francia, del mismo título que la película, fue publicada con tres años de anterioridad y publicada en Éditions Gallimard en 1973. La película se hace cargo de la historia que Rivière relata en su Memoria, escrita en prisión. No obstante, muestra pasajes en los que se representan los testimonios de autoridades, de vecinos y parientes de la comuna de Aunay, del pueblo llamado la Faucterie, al norte de Francia, de las diligencias llevadas a cabo por el juez de paz, los interrogatorios al propio Rivière, los tres informes realizados por el médico rural del lugar, el médico psiquiatra a cargo de un manicomio en la ciudad y el tercero elaborado por un equipo de especialistas encabezado por Jean Étienne D. Esquirol, una eminencia psiquiátrica de aquella época (quienes, difiriendo del primer dictamen clínico, sostuvieron que Rivière padecía una enfermedad mental).

Todo este dossier gráfico, que es fiel al planteamiento original de la compilación de Foucault y su equipo (tomada de los ‘Anales de higiene pública y de medicina legal de 1836’ y complementada con los archivos municipales de esas fechas), es fundamental para entender el valor historiográfico que el material ofrece. Se trata de un entrecruzamiento de discursos, prácticas disciplinarias y jerarquías, ocurrido durante el, europeo si los ha habido, siglo XIX. Lo que la historiografía foucaultiana pone al descubierto en el paradigmático libro ‘Historia de la locura en la época clásica’ (1961): después del medioevo, la práctica del encierro por padecer lepra es sustituida temporalmente por las enfermedades venéreas, pero ya para el siglo XIX será la locura la que sea reconocida como una enfermedad, y en consecuencia como un objeto de estudio y tratamiento clínico en claustros institucionales (antes, desde el Renacimiento, el-que-no-discernía-con-racionalidad, o sea, el que no era normal, quedaba excluido de la sociedad al ser enviado a la “nave de los locos”).

Este caso judicial exhibe de manera muy clara, entonces, cómo para 1835 —año en que Rivière comete el multihomicidio de su madre, su hermana y su hermano— en Europa la locura era ya un campo discursivo que, a diferencia de la mera exclusión con propósitos de purificación y de encomienda ante Dios (como ocurría con los leprosos en la Edad Media: esta soledad, este alejarte del mundo, te conduce a la relación directa con la divinidad en cuyas manos está tu destino), ha pasado a ubicarse en el plano del discurso clínico característico de la modernidad, tiene su correlato institucional e incide, en tanto saber positivo, en otras prácticas como la de la justicia. De algo similar dará cuenta Foucault posteriormente en otro de sus estudios más decisivos, ‘Vigilar y castigar’ (1975), abordando el tránsito del castigo corporal directo, ejemplar y ejemplarizante, al castigo por la reclusión y la disciplina, es decir, el amoldamiento del cuerpo, también en Francia: en torno a la prisión se articulan saberes (jurídicos, médicos, psiquiátricos, técnicos, de asistencia social), un conjunto de disciplinas que confluyen en el adiestramiento del cuerpo y que, en su acepción más amplia (que va más allá de la prisión para abarcar la escuela, los hospitales, la fábrica…), designa como lo carcelario.

En este sentido, las apreciaciones de Carlo Ginzburg, en su prólogo a ‘El queso y los gusanos’, publicado tres años después que el ‘Pierre Rivière…’, son, por lo menos, poco comprensivas del interés de Foucault. No es que, como asegura el historiador italiano, éste pretenda hacer una historia desde arriba: Lo que fundamentalmente interesa a Foucault son los gestos y los criterios de la exclusión; los excluidos menos, dice muy benjaminianamente Ginzburg. Lo que atrae a Foucault del caso Rivière, es el hallazgo de documentos que permiten analizar la formación y el juego de un saber (como el de la medicina, la psiquiatría, la psicopatología) en su relación con las instituciones y los papeles que de antemano deberán desempeñar (como la institución judicial, con el experto, el acusado, el loco criminal, etc.). Se trata de un dossier que hace posible descifrar las relaciones de poder, de dominio y de lucha en cuyo seno se establecen y funcionan los razonamientos, de modo que permiten un análisis del discurso (incluso de los discursos científicos) de orden político, y de los hechos, es decir, de orden estratégico. (Pierre Rivière…, edición en español cit., pp. 11-12). Trabajando con información proveniente de fuentes similares, contrario a lo que plantea Ginzburg, su enfoque y el de Foucault pueden resultar complementarios. Paradigmas que en el siglo XIX entran en conflicto. Eso es lo que nos muestra el dossier Rivière. Desde la positividad del saber psiquiátrico y sus conceptos (uno muy representativo de aquel tiempo y que finalmente se tipificó en el acusado Pierre Rivière es el de “monomanía homicida”, acuñado por Jean Étienne Dominique Esquirol,  en su Diccionario de ciencias médicas de 1808), ubicados en un singular locus discursivo, se enunciaba la necesidad de pensar al sujeto desde su historia personal, este diagnóstico será condición indispensable para hacer el juicio acerca de su responsabilidad penal.

Rivière sufre un mal psíquico desde temprana edad, así lo prueban su conducta sádica con algunos animales, sus soliloquios delirantes, su convencimiento de que veía al diablo, su temor y hasta aversión a las mujeres, su convicción, primero negada y luego reiterada, de que estaba cumpliendo con la divina encomienda de restaurar el orden binario del mundo (hombre sobre la mujer) tal y como lo mandaba la Biblia. Mientras que el discurso jurídico y judicializante insistía en la absorción del hecho por el hecho mismo en una relación de estricta y sincrónica causalidad sustentada en un mero informe, en una crónica simple tramada en la relación falta-culpa, delito-castigo. Dos visiones en disputa: el individuo en el tiempo del discurso clínico y el individuo sin tiempo del discurso jurídico. Encontramos, una jerarquía de poderes que funciona de una manera inédita en la historia: el juez de paz articula la acción pública, lo hace convocando y recurriendo a la autoridad civil (el alcalde), eclesiástica (el cura), los testigos, el peritazgo, pero también, y he aquí una novedad, tomando en cuenta los saberes positivos de la nueva ciencia médica, y especialmente de la psiquiatría. Es por ello que la condena de muerte termina transmutándose en cadena perpetua (finalmente, como se sabe, Rivière, que a lo largo del juicio insistió en su deseo de morir, se suicida a los dos años de estar prisionero).

La locura se vuelve materia de estudio, objeto de un discurso clínico, de un saber positivo. Este hecho cambia el ámbito de lo institucional, las prácticas médicas y jurídicas, reconfigura el mundo, rearticula saberes y reorganiza el poder y su ejercicio.

Una vez más, es la verdad lo que está en juego. Pero ahora de otro modo.