Joaquín Gómez
Wilmer Medina (Raúl Gómez Urrea), entregó todo el contenido de su vida a la noble lucha por conquistar el bienestar para su pueblo. Los que tuvieron el privilegio de estar a su lado se dieron cuenta que era un hombre de una transparencia sin sombra; vivió y murió siendo fiel a sus convicciones revolucionarias. Siempre tuvo el valor suficiente para decir de manera directa y franca, sin perder la fraternidad comunista, para expresar lo que pensaba, pero también para criticar los errores independientemente de quien los cometiera.
Su franqueza estaba respaldada por su actuación y la autoridad moral que tenía. Nunca buscó escalar posición a cambio del silencio cobarde y el aplauso hipócrita ante las fallas de sus superiores. Ni edificó su autoridad y reconocimiento ante sus subordinados gracias a la flexibilidad y complacencia corruptora.
Fue constante en corregir a sus subordinados lo que era necesario corregir teniendo como norte la formación de hombres y mujeres de alta calidad humana, gran sensibilidad social como él mismo la tenía; desprendimiento, capacidad de entrega y sacrificio sin límites, para poder conquistar una sociedad más equitativa socialmente, que tuvieran como principio rector, que el interés común siempre prima sobre el interés personal y se divorciaran de las mezquindades que le quitan brillo a la nobleza, endurecen el corazón y abonan el terreno para que florezca el oportunismo y el celo de poder, regado por la pestilente y corrosiva agua de la envidia.
Su carácter, formación y disciplina partidaria está estampada en una carta reciente que le envió al Consejo Político Nacional nuestro (CPN), donde en uno de sus apartes dice: “No se les olvide que yo también cargué remesa para ustedes”; y en otra parte dice: “Lo que les estoy diciendo nunca lo haré público”.
La pérdida física de Wilmer es irreparable. Pero su recuerdo, sus enseñanzas, y su ejemplo son inmortales. Los hombres como Wilmer burlan hasta la muerte porque viven más allá de la posteridad.