
Lo que diferencia el uribismo del pensamiento democrático no es solo su contenido, es cómo se enfrenta el debate y cómo se asume al adversario. Para ganar no solo hay que vencer, hay que convencer
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Una de las palabras de moda en Colombia es “polarización”. Se dice que la opinión pública está dividida en dos bandos irreconciliables en disputa por imponer su modelo de país a toda la sociedad. Se dice también que los dos bandos, aparentemente diferentes entre sí, en el fondo se parecen mucho o incluso, son lo mismo porque ambos buscan la confrontación antes que la concordia.
Este discurso, que es casi hegemónico en los medios de comunicación y muy popular entre ciertos opinadores bienintencionados, asume que la mayoría de los colombianos no quiere ver a los políticos discutiendo ni peleando y los prefiere trabajando de la mano y poniéndose de acuerdo de buena voluntad. De ese modo, quienes defienden un discurso comprometido con una posición ideológica definida –de uno u otro bando– no serían más que minorías exacerbadas por la intolerancia, que encuentran su única razón de ser en la descalificación del adversario.
Estos biempensantes “de centro” son quienes llaman a evitar las vías de hecho, aplauden las acciones simbólicas, condenan la acción directa, defienden por encima de todo el respeto por las formas y creen –sinceramente– que en tiempos de crisis lo mejor es la “moderación”.
La política sin política
La realidad es bien distinta y esa actitud expresa en el fondo un deseo infantil. Un deseo de que las cosas sean como yo quiero, no como realmente son. Lo complicado es que un deseo así supone que la “buena política” es una sin diferencias, sin contradicciones y sin debate. Es decir, la ilusión de una política sin política.
Una política vacía donde no existan los intereses encontrados, todos se abracen fraternalmente en una misma causa y “remen para el mismo lado”. Semejante idealización revela la necesidad narcisista de que la realidad se adapte a las convicciones más íntimas de la persona, es decir, que todos los políticos piensen como yo para que no peleen entre sí.
Lo peligroso de esta forma de pensar es que un ambiente de opinión que efectivamente otorga más importancia a las buenas maneras que al debate ideológico, suele ser propio de regímenes poco democráticos donde se suprimen las opiniones disidentes. Colombia ha sido un ejemplo de ello. Por muchos años, en particular durante el Frente Nacional (1958-1974), y como herencia de nuestra tradición pastoral cristiana, se impuso en el país una forma de debate político excesivamente formal con un trato casi zalamero que ocultaba los verdaderos conflictos e impedía su escrutinio por la opinión pública.
Dicha forma de resolver los conflictos políticos es tan obsecuente en el trato público (“respetadísimo doctor…”) que impide la difusión y el debate de ideas divergentes sin que sean consideradas “radicales” o “peligrosas”. En ello radica el riesgo de lo que se ha llamado la “tibieza” política en Colombia: ha terminado por ser funcional al poder al contribuir a estigmatizar las ideas y acciones transformadoras, equiparándolas con las uribistas. “Como ambos defienden sus ideas con vehemencia, en el fondo son iguales”. Lo irónico de esta posición política “moderada” es que es un extremismo más. Un extremismo de “centro” que se presenta como ajeno a la polarización, pero propone una nueva: moderados (buenos) vs. radicales (malos).
Diferencia y no-reciprocidad lógica
No obstante, lo anterior y a pesar de la antipatía que despierta, este discurso de la moderación sí debe servirnos como recordatorio de que debemos diferenciarnos de los uribistas, no solo en las cosas que defendemos, sino en la forma de abordar el debate político. Si el uribismo sociológico se caracteriza por la intolerancia, nosotros debemos promover la pluralidad. Si ellos apelan al insulto y la descalificación, nosotros debemos apelar a la ironía, a la burla y al sarcasmo. Si ellos vociferan insultos, nosotros debemos gritar verdades. Si ellos nos consideran sus enemigos a quienes deben exterminar, nosotros los debemos considerar nuestros adversarios a quienes queremos vencer y convencer.
El magnífico ensayo “Elogio de la dificultad” de nuestro Estanislao Zuleta nos da pistas para comprender cómo asumimos el conflicto y cómo debemos diferenciarnos del uribismo sociológico. Zuleta nos hace caer en cuenta de que en el fondo todos somos dogmáticos, todos creemos en algo que nos brinda un referente de identidad, algo que nos responde la pregunta “¿quién soy yo?”. Esa verdad es algo que nunca discutimos pero que orienta toda nuestra manera de concebir el mundo. Cuando planteamos nuestras opiniones en un debate, estamos expuestos a que sean refutadas y eso no nos gusta, nos hace cuestionarnos y nos produce angustia. Por ello es fácil acudir a la No Reciprocidad Lógica.
La No Reciprocidad Lógica consiste en que cuando se trata de dar cuenta de un error, si se trata de nosotros usaremos el circunstancialismo (“no fue mi culpa”, “yo quería, pero no pude”). Si se trata del otro usaremos el esencialismo (“él es así”, “es su esencia”). Cualquier prueba en nuestra contra es algo fortuito. Cualquier prueba en contra del otro es una evidencia irrefutable. Por supuesto que una forma explicativa así no es válida porque con ella se puede justificar y explicar cualquier cosa.
Nueva interpretación
Estas ideas de Zuleta aplicadas a nuestra realidad actual sugieren que una de las diferencias fundamentales entre ellos y nosotros estará en la forma como nos interpretemos mutuamente. Por ello, la noción de “uribismo sociológico” es útil para despojar a los uribistas de su carácter malintencionado y comprender que el problema no son los individuos, sino el marco cultural en el que se desenvuelven. Es decir, así como no se acaba la pobreza acabando con los pobres, tampoco se vence al uribismo despreciando y menospreciando a los uribistas.
La experiencia del uribismo ha sido nefasta para el país, es algo que debe decirse sin matices. Pero también debe reconocerse que el uribismo ha interpretado el pensar y el sentir de millones de colombianos que aún le guardan fidelidad casi religiosa. Es decir, tenemos una tarea monumental por delante. Y para emprenderla debemos armarnos de argumentos, coherencia, optimismo en la voluntad y amor. Pero no el amor romántico o idealizado que nos venden los apologistas de la armonía sino el amor en su sentido más humano, el que expresa Guevara cuando dice “el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor”. Ese que quiere cambiar el mundo para que todos vivamos bien, incluso los uribistas.