La intensificación de las masacres busca aterrorizar a la sociedad, desarticular a los movimientos populares en los territorios, obligar a los excombatientes a retornar a las armas y renovar el proyecto paramilitar. La ultraderecha propone un plebiscito para desarticular el sistema de justicia transicional y sabotear el acuerdo de paz
Alberto Acevedo
El 2020 fue un año de masacres en Colombia. Quienes hacen seguimiento al fenómeno de la violencia política en el país no concuerdan en el número de víctimas. El analista latinoamericano Manuel Humberto Rodríguez, en una nota de prensa afirma que, hasta el 6 de diciembre pasado, había un registro de 179 masacres con 342 asesinatos, contados desde el mes de enero.
El portal Razón Pública, en nota de prensa de fin de año, asegura que en el país se dieron 77 masacres, con un saldo de 303 personas asesinadas. La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en informe oficial al Secretario General, divulgado el 16 de diciembre, asegura que la cifra de masacres registrada en Colombia es de 66, con 255 fallecidos.
El investigador Jorge Mantilla, en un balance que lidera, publicado el 21 de diciembre, se refiere a un registro de 80 masacres y al menos 293 líderes sociales asesinados. En diversas intervenciones en ambas cámaras del Congreso, parlamentarios como Aída Avella y los que integran la bancada progresista, se inclinan por mencionar esta cifra de 80 masacres.
Ante la contundencia de las cifras, más tímidamente al comienzo del año, y con más fuerza al final, varios analistas comenzaron a sostener la idea de que pudiera estarse repitiendo un genocidio como el de la Unión Patriótica, que dejó como saldo el asesinato de tres mil de sus militantes y la casi liquidación física de este partido, nacido de uno de los acuerdos de paz anteriores al de La Habana.
Impacto sobre la población
En este evento, vale la pena volver a los presupuestos teóricos, a la luz del derecho internacional humanitario, de las definiciones sobre masacre, o los conceptos de genocidio, para precisar cuál de los dos términos se ajusta mejor a la actual coyuntura política del país. Pero en principio, aceptemos la idea de que el genocidio se repite. Lo han dicho la senadora Avella, en su condición de parlamentaria y presidenta del partido Unión Patriótica, y comienzan a afirmarlo algunos columnistas de VOZ, incluida al menos una nota editorial.
“La masacre es tal vez la modalidad de violencia de más claro y contundente impacto sobre la población civil (…) y un indicador de degradación de la guerra”, dice el historiador Gonzalo Sánchez, citado por Manuel Humberto Rodríguez en la publicación arriaba citada.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos y los protocolos que la reglamentan, dicen que la masacre es el asesinato de varias personas en estado de indefensión, cometida con crueldad y terror. A diferencia del homicidio simple, la masacre tiene una dimensión histórica, social y política. A pesar del impacto que en su momento causó en la sociedad, es diferente la matanza cometida por Campo Elías Delgado en el restaurante Pozzeto, de Bogotá, ocurrida el 4 de diciembre de 1986, hace 34 años, donde murieron 29 personas.
Impunidad total
Y es también diferente cuando en desarrollo de una riña personal, en una fiesta, mueren varias personas. La masacre tiene entre sus objetivos la destrucción de la estructura social, de las familias, de los vínculos sociales, las prácticas culturales. Destruye las raíces y la visión del mundo de ciertos grupos sociales, previamente seleccionados por los determinadores de la matanza.
Su motivación no es casual, ni pasional, ni personal. Es política en el amplio sentido de la palabra, al igual que la responsabilidad del gobierno por omisión y de las organizaciones criminales por acción directa. Cada que se comete una masacre se prometen investigaciones exhaustivas sobre los autores del crimen, pero no se explora sobre los autores intelectuales.
Los asesinos son entrenados para matar, y se agrupan en organizaciones criminales con fines políticos: eliminar a los líderes sociales de los territorios donde hay recursos económicos en disputa.
Los criminales se movilizan libremente en regiones altamente militarizadas, como sucede actualmente en el Cauca y Putumayo, usan armas largas y automáticas a la luz del día, patrullan encapuchados, y en ocasiones con uniformes, sin que una fuerza policial o militar los detenga.

La masacre como castigo social
Se regresa a modelos de guerra irregular: doblegan a la población civil, destruyen sus organizaciones, asesinan a sus líderes y a sus familias; satanizan la lucha social, matando a los líderes por ser aliados del “enemigo” (¿Cuál?). La masacre es el mecanismo más efectivo para conseguir el terror, con el cual castigan y desplazan a la población de los territorios que quieren ‘recuperar’.
“Las masacres y el asesinato de líderes, no son el resultado de una violencia indiscriminada, son expresión de una violencia selectiva, en regiones donde se busca el sometimiento de ciertas comunidades. Esos poderes buscan la cooptación de las autoridades locales, del estado a ese nivel, y los líderes sociales en no pocas ocasiones representan un obstáculo para esos propósitos”, dice por su parte el profesor e investigador social Renán Vega Cantor.
Lo que no se dice, sostiene el catedrático, es que estos grupos criminales, mediante la aplicación de esa política de terror, acceden a los presupuestos públicos municipales, a títulos de enormes extensiones de tierras, con la complicidad de notarios, a licencias ambientales, a la contratación con el estado.
Si aceptamos que lo que se vive en estos momentos en Colombia es un genocidio, hay unas similitudes con el martirologio de la Unión Patriótica. Básicamente en la sistematicidad de los crímenes, en la existencia de un centro político de mando que dirige la carnicería; en el propósito de despojar las tierras de los campesinos en las comunidades rurales, lo que por cierto corrobora que el problema de la tierra sigue siendo el foco del conflicto colombiano, muy a pesar de los acuerdos de La Habana, y finalmente la intención de decapitar a una organización política, en este caso a todo un movimiento social.
Violencia multifuncional
Pero se presentan unas diferencias, dinámicas y perversas, que vale la pena tomar en cuenta para futuros análisis del conflicto. No se trata en este caso, como lo muestran las muertes del año pasado, solamente de la intención de acabar físicamente a un partido de la oposición. Ahora estamos en presencia de una especie de violencia ‘multifuncional’ que, como una hidra de mil cabezas, apunta a la liquidación de la dirigencia de un arco iris de organizaciones sociales, saliéndose del marco del problema de la tierra en el campo, y extendiendo sus tentáculos a zonas urbanas, a cabeceras municipales, a capitales de departamento.
Claro, también está la intención vengativa de sepultar con todos sus huesos a una organización política, que nace de los acuerdos de La Habana, el llamado partido de la Rosa. Y a pesar de que un punto fundamental de los acuerdos de paz es el respeto a la vida de los excombatientes, el año pasado cerró con 249 de ellos asesinados, y al menos 45 de sus familiares, amén de unos 300 atentados.
En una audiencia en la que la Jurisdicción Especial de Paz escuchó a altos funcionarios del estado y a líderes de las FARC sobre la violencia contra los firmantes, éstos hablaron claramente de la existencia de un “genocidio” y acusaron al gobierno de Duque de un doble discurso para la paz y no detener “el desangre” que los afecta.
Pacto con paramilitares
Pero en la mira está un abanico de organizaciones sociales: defensores de derechos humanos, colectivos de mujeres, organizaciones juveniles, de afros, de comunidades indígenas, de representantes de la diversidad sexual, líderes sindicales, defensores del medio ambiente, voceros de movimientos de restitución de tierras, de juntas de acción comunal, miembros de la administración municipal, como en el caso de Santa Marta, o militantes de la Colombia Humana.
La organización defensora de derechos humanos, Indepaz, asegura que, desde la firma del acuerdo de paz, en 2016, hasta el pasado 15 de diciembre, fueron asesinados 1.091 defensores de derechos humanos. De ese total, 695 cayeron durante el gobierno de Iván Duque. En el caso concreto del año 2020, Indepaz habla de 287 casos de líderes sociales asesinados y de 247 firmantes de los acuerdos de paz. Otro organismo defensor de derechos humanos, Somos Defensores, cuantificó en 135 el número de líderes sociales asesinados en los últimos doce meses.
Otras organizaciones elevan también sus quejas. El Movimiento Ríos Vivos denunció amenazas de muerte contra activistas suyos en cuatro municipios de Antioquia. Varios activistas LGBTI fueron asesinados a lo largo del año en esa región del país. El informativo Noticias Uno, en su edición del 8 de diciembre pasado, recogía la versión del congresista John Cárdenas, quien denunció la existencia de un pacto de no agresión entre las Fuerzas Armadas y las bandas paramilitares en el departamento del Cauca. El parlamentario dijo en ese momento: “esta es una vieja estrategia de las Autodefensas Unidas de Colombia, y esa estrategia la están replicando”.

Acuerdos de paz siempre incumplidos
“En Colombia, la violencia se recicla a menudo”, dice a propósito Oto Higuita en su libro ‘El fracaso de los acuerdos de paz en Colombia’ (Ediciones Dyskolo). Allí asegura que la historia de Colombia ha sido de guerras y de acuerdos de paz siempre incumplidos por el estado y las clases dominantes. Y también una historia de masacres, como recuerdan otros historiadores, que parten de la matanza de las bananeras, en 1928, por cuenta de la compañía norteamericana United Fruit Company, hasta las masacres de Mapiripán, El Aro, de la Comuna 13 de Medellín, entre tantas otras.
“Sin un cambio estructural, cualquier acuerdo de paz suscrito es papel mojado”, dice por su parte el periodista ecuatoriano Eduardo Durán Cousin, quien recoge una investigación de largo aliento en su libro “Colombia el país de los extremos”, lanzado recientemente en Medellín por La Carreta Editores.
En esta batahola de violencia política, asegura el investigador ecuatoriano, “existe un telón de fondo: La insuficiencia del Estado. Históricamente, el Estado en Colombia ha sido siempre estructuralmente débil. Los países latinoamericanos tienen, en general, Estados débiles, pero el colombiano es aún más groseramente insuficiente. El Estado colombiano ha carecido y carece del monopolio de la fuerza, mientras una tercera parte o la mitad de la geografía del país permanece sin instituciones estatales, aún hasta la fecha”.
Para que no germine otra Venezuela
“Las masacres no son indiscriminadas ni ciegas -dice por su parte el profesor Renán Vega-, ni responden principalmente a las órdenes de los empresarios de las drogas de uso, ilícito, sino que son obra de la contrainsurgencia de siempre para bloquear cualquier reivindicación y deseo de democratizar la sociedad colombiana. Por eso se mata a jóvenes universitarios, a niños desplazados en los cañaduzales, a reclamantes de tierras, a ambientalistas que denuncian los megaproyectos mineros, a indígenas, campesinos y a miembros de comunidades negras, porque todos ellos son obstáculos en el proceso de acumulación traqueta de capital”.
En lo que pudiéramos llamar el rebrote de las masacres, o del genocidio del postconflicto, la nueva ola de violencia, al cumplir su función de escarmiento dentro de la sociedad en general, busca otros objetivos colaterales: destruir la estructura de los acuerdos de paz, para lo cual la ultraderecha propone la realización de un plebiscito este año, desarticular el sistema de justicia transicional, con la JEP a la cabeza y renovar el proyecto paramilitar.
A la sombra de este proceso de violencia, prospera la intención del partido de gobierno de cooptar las instituciones de control del Estado, y quisieran además copar a la JEP mediante una reforma a la justicia y a los acuerdos de La Habana.
Pero también, mediante la decapitación del movimiento social, de algo que el general Fernando Landazábal llamó en algún momento ‘quitarle el agua al pez’, desarrollar un modelo de guerra interna, que se replique en América Latina, para que no germine otra Venezuela, otra Bolivia en el continente. Para eso se remoza un instrumento ideal de intervención: _el nuevo Plan Colombia, diseñado, por el Comando Sur de los Estados Unidos.
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