Juan David Aguilar Ariza
En una historia apócrifa de Cien años de soledad se narra que Melquíades llegó pedaleando sinuosamente un extraño armazón de metales herrumbrosos, que una de las ruedas era más grande que la otra y que José Arcadio Buendía había de abrir los ojos embelesado por aquel extraño animal mitológico en el que veía convertido a su amigo, un centauro de la modernidad. El autor decidió desechar esa historia porque, según él, nuestro país no había construido una filosofía o mitología del ciclismo y, explicó años después, que para poder adaptar esta historia a su más celebrado libro hacía falta organizar místicamente el objeto deportivo.
Así pues, me vi en la tarea de buscar esa orientación mítica y para ello, si es que se puede realizar dicho cometido, empecé a buscar evidencias históricas. Lo poco que he encontrado, incluso precario, quiero compartirlo, quizás así pueda encontrar amigos en esta investigación tan poco productiva.
Para los griegos era monstruoso que un ser humano pudiera mover una máquina y que esta a su vez realizara cualquier actividad. Es decir, que todo invento maquinista se relacionaba con lo perverso. No obstante, en antiguos mitos se dice que Dédalo, cuando su ayudante le enseñó un prototipo a todas luces anticuado de la bicicleta, exclamó golpeándose la frente con la palma de la mano: ¡Por qué no se me había ocurrido! Y les echó la culpa a los griegos, por esa consabida costumbre de estar pensando en el cielo y no en la tierra, porque el verdadero equilibrio debía edificarse a 20 centímetros del piso. La levitación estaba sobrevalorada, era cuestión de poleas. Tuvo que rechazar su creación, como buen griego, por las razones aquí expuestas.
Leonardo da Vinci realizó un sin número de prototipos velocípedos, pero no tuvo la bondad de dotar a alguno de ellos de un sentido metafísico por lo que me veo en la penosa obligación de omitirlo de esta lista de cuentas. El que sí me interesa es Marx. Dicen que al igual que muchos otros habitantes del París de aquel entonces, el señor Marx era un ciclista más bien reconocido. Cuando iba a visitar a su amigo Engels salía de su apartamento, ubicado en la Rue Vaneau, pedaleando con soltura y con una cadencia que habría dejado boquiabierto a más de uno de esos intelectuales entumecidos que hoy pululan en centros académicos. Según otro autor, en la utopía de Marx todos cruzaríamos el arco del triunfo montando aladas bicicletas, proclamando el fin de la alienación y la subordinación de la máquina: en esencia, todo ciclista es marxista porque su trabajo le pertenece.
Dicen que Eugen Herrigel, después de haber aprendido en Japón el arte del tiro con arco, después de aprender la renuncia sin renuncia de su yo en el desarrollo Zen, se dedicó a la bicicleta. Conformando la práctica zen del arte de montar bicicleta. Desarrollando los nueve pasos del Bodichita ciclista, o, como se conoce popularmente, los nueve pasos budistas del ciclista. Ninguno de los pasos tiene que ver realmente con montar bicicleta, sino con la vida misma:
- Nunca mires atrás, a menos de que sea absolutamente necesario.
- Nunca publiques fotos de ti mismo montando bicicleta.
- Cuando pases a un compañero ciclista no olvides inclinar la cabeza, ese otro eres tú mismo.
- La montaña, por más inclinada que parezca, tiene sus propios y pequeños descansos.
- La montaña es la maestra.
- A la hora de descender, suéltate, aprende a dejarte llevar, resistir el descenso es peligros. Aprende a fluir.
- La mejor y más poderosa máquina no es tu bicicleta, es tu mente.
- Anula la bicicleta y la montaña; aparece la montaña y la bicicleta.
- Cuando crees que vas muy rápido vas muy despacio, cuando crees que vas muy despacio vas muy rápido.
Como se menciona anteriormente cada paso señalado es un manual de vida y no debe tomarse como una exclusiva práctica ciclista. Por ejemplo, en el punto seis se habla del fracaso como tal y no necesariamente del descenso del deportista en la carretera. Si nos detenemos a analizar cada punto encontraremos una extraña y pertinente sabiduría.
Los problemas en toda investigación se hacen más que evidentes. Si hasta este punto encontramos evidencias orientadoras del verdadero sentido de la bicicleta, en el siglo XX todo se confunde y nos es casi imposible desarrollar un rastreo de objetivos espirituales de este deporte— a excepción de Eugen Herrigel—.
Estos nueve mandatos podrían dotar al ciclismo de un sentido trascendental y orientarlo a una práctica filosófica por la cual se entienda el mundo desde una perspectiva más profunda. Incluso, podría resignificar el deporte de los escarabajos con la intención de que ellos mismos no sean vistos como una peste del marketing y de la pasarela, como se han venido convirtiendo: porque para nadie es un secreto que lejos estamos de consolidar este deporte como una práctica espiritual, más bien, estamos ante una moda vacía en la que solo se busca verse aceptado desde un canon social y publicar cada ocho días la evidencia de un ejercicio que de cualquier forma no ejercita nada.
Entonces, aunque el reto en manera alguna es vacuo, y si se lograra dotar de cierta espiritualidad el ejercicio del pedal, nuestro ser ciclista se transformaría. Las razones que llevaron a Gabriel García Márquez a desechar este episodio de Macondo serían despojadas de todo peso sociológico y al fin nuestra realidad podría encontrar nuestro último eslabón.
Así, Nairo Quintana sería proclamado buda. Su silencio sería interpretado como una enseñanza y todo peregrino, ciclistas que trepan la montaña hasta llegar al monte santo en Arcabuco, realizaría sus votos y rezaría sus plegarias para que su bicicleta lo ilumine y pueda por fin entender los nueve mandatos del budista ciclista, porque lo saben: en ellos se oculta el verdadero arte de la felicidad y del buen vivir, porque lo saben: el ciclista es un ser mitológico. Porque lo saben: hizo falta la entrada triunfal de Melquíades a Macondo montando bicicleta.