Pietro Lora Alarcón
Prof. Dr. de la facultad de Derecho de la PUC/SP
Un diagnóstico de naturaleza política, debidamente relacionado con elementos económicos, sociológicos y jurídicos en torno al proceso al cual es sometido el expresidente Lula, implica llevar en cuenta algunos factores importantes.
El primer o de ellos es que Brasil la actual coyuntura tiene como tela de fondo dos referencias: la primera, que en el 2016 se produjo una ruptura del orden constitucional a partir del golpe parlamentar contra Dilma Rousseff. Ese hecho quebró el normal vigor de los principios constitucionales, especialmente de la separación de funciones, la legalidad y la supremacía de la Constitución; la segunda, que de esa quiebra se han generado dos efectos: por un lado el menoscabo y deterioro del régimen democrático que intentaba ser reconstruido a partir de 1988, y por el otro la puesta en marcha de una agenda de desconstrucción de los derechos sociales encampados en el texto del Diploma Constitucional y que recogen aspiraciones históricas del pueblo.
Las explicaciones para esta tomada por asalto del Ejecutivo se encuentran enraizadas en que la democracia y la Constitución pasaron a ser un fardo extremamente pesado para la clase dominante y para el capital financiero. Tanto la una como la otra – democracia y Constitución – dificultan en demasía la reproducción y concentración de la riqueza y además no permiten el control institucional necesario para avanzar en la agenda de reducción de los derechos. Para el gusto del gran capital hay mucha teoría alrededor de los derechos fundamentales, exceso de tesis como “prohibición de retroceso” y universalidad de derechos humanos.
Por eso, la característica más determinante en el año y medio que sigue al golpe son las medidas de excepción, como forma de contrarrestar los pocos espacios de una democracia que empezaba a caminar de un sentido formal a algo más sustancial y participativo. La toma del Ejecutivo permitió a la clase dominante el control de las políticas públicas, con apoyo constante de un Congreso clientelista (resultado de un sistema electoral comprometido con el capital privado) y el blindaje de sectores del poder judicial.
Sin dilatar el asunto del proceso que se decide en segunda instancia en Porto Alegre el 24 de enero, parece fundamental detenerse en algunas cuestiones económicas y sociales que contribuyen a detectar cuán importante es la decisión.
Ciertamente, al caminar por las calles de una ciudad como Sao Paulo y luego indagar y verificar un poco, talvez lo que tenga mayor notoriedad para quien no es brasileño sea la contradicción entre la capacidad y la potencialidad económica y tecnológica que tiene un país de tamaño y dimensiones singulares como Brasil y la ausencia de un proyecto histórico para utilizar esa productividad para el bienestar de sus gentes. La razón de eso está en la manera como, en el marco del proceso civilizatorio brasileño, la clase dominante generó sus mecanismos de reproducción del capital y controló los demás grupos sociales y sus manifestaciones reivindicatorias.
Sobre ese tema hay algo a destacar, que es reconocido aún por los más críticos a los gobiernos encabezados por el PT: los datos que arroja la economía a partir del primer gobierno de Lula (2002-2006) orientan que esa lógica de acumulación creada por la oligarquía brasileña, a pesar de que las concesiones, las mezclas de capital público y privado y las privatizaciones no hayan sido suprimidas, comenzó a resquebrajarse.
Por eso, aunque se hable con razón de límites con relación a las expectativas populares y que el programa de gobierno requería un mayor grado de organización y movilización para avanzar tocando las estructuras del sistema, en el marco de una correlación de fuerzas en la cual la derecha nunca estuvo derrotada (como si pasó en otros procesos no subcontinente) objetivamente los programas gubernamentales entre el año 2003 y el 2013, de transferencia de renta, inclusión social, erradicación de pobreza, elevación del salario mínimo, e de inversiones en salud y educación, determinaron un cambio en la composición de la sociedad brasileña. Y en ese cambio, los sectores más oprimidos tuvieron una sustancial mejora de sus condiciones de vida.
El Instituto de investigaciones económicas (IPEA) utiliza una metodología que distingue clases sociales designadas como A, B. C, D y E, que usa como referentes la renta, la propiedad de bienes muebles e inmuebles, la escolaridad y la profesión. Llevando en cuenta esos criterios, entre el 2003 y el 2011 las clases D y E disminuyeron, pasando de 96, 2 millones de personas a 63,5 millones. Las clases A e B, también crecieron, de 13,3 millones a 22,5 millones. Pero el impacto mayor fue en la clase C, que pasó de 65,8 a 105, 4 millones.
Ese cambio, utilizando ahora las categorías marxistas, y retirando esa connotación demográfica, que llevan en cuenta que los criterios de servicio, escolaridad y profesión pueden resultar mentirosos a la hora de establecer las condiciones de la exploración humana en la fase actual del capitalismo, [1] implica reconocer la existencia de una nueva clase trabajadora en el Brasil, generada también y de manera simultánea a la inclusión social por las características que asume el mundo del trabajo con la tercerización y la fragmentación, en el marco de una dinámica capitalista que se mantuvo durante esos años.
Como advierte Marilena Chauí, hay que evaluar esta nueva composición, porque una clase social no es un dado fijo, definido apenas por las determinaciones económicas, sino que es un sujeto social, político, moral y cultural que actúa, se constituye, interpreta a sí misma y se transforma por medio de la lucha de clases. Es decir, es una praxis, un hacer histórico. [2]
Hoy, los datos del 2017 de la OXFAM presentados en el Foro de Davos expresan que a pesar de que la economía brasileña creció 1,1 % Brasil en el 2017 (datos del proyecto monitor del PIB de la Fundación Getulio Vargas) el país tiene 12 nuevos billonarios y cuenta con 43 en total. Según los mismos datos, la fortuna de los billonarios brasileños creció 13% y llegó a 549 billones de reales en el 2017.[3] Eso en un país cuyo Congreso aprobó modificaciones que reducen los derechos de los trabajadores y discute una reforma para afectar los derechos de los jubilados.
Volviendo a comienzos de este nuevo siglo, el soporte político de la realidad iniciada en el ciclo de gobierno del PT lo constituía una coalición social, liberal y de izquierda, bastante amplia, que conquistó la victoria electoral y que se caracterizó por su horizonte anti-oligárquico y sus contradicciones con la táctica y la estrategia de los Estados Unidos para América Latina. Sin embargo, aunque el Ejecutivo estaba asegurado por las urnas, la verdad es que ni siquiera durante ese primer periodo la ofensiva reaccionaria y conservadora de la oligarquía cesó su actuación desestabilizadora.
La modificación de la coyuntura económica, la falta de cohesión con el movimiento social en su conjunto (y no por fragmentos) para la defensa de un programa con todas las posibilidades de ser sustentando en elementos socio-ideológicos de la propia Constitución de 1988, y las contradicciones generadas por alianzas amplias con partidos electoreros y sin compromiso con los cambios con el objetivo de mantener el sentido de la gobernabilidad durante el gobierno de Dilma Roussef, orientación que también capitaneó la campaña presidencial del 2014, terminaran por fragilizar el Ejecutivo delante de una ofensiva de derecha, neoliberal y proimperialista, que ya se preparaba para el golpe del 2016.
En esas condiciones, la clase dominante brasileña se dispuso al control de la Administración federal con el claro objetivo de reorientar la economía, sin vacilaciones ni consultas, en favor del gran capital, así como de, en el campo externo, recolocar al Brasil conforme las exigencias del desarrollo del sistema en el orden internacional.
En el periodo posterior a un golpe de nuevo tipo, con las características del apoyo del Congreso, se ha tornado evidente la articulación de los sectores más reaccionarios de la economía con dos factores de poder importantes: los medios de comunicación y el órgano judicial.
Con efecto, la opinión pública juega un papel decisivo para la apariencia de legitimidad de los cambios institucionales. La capacidad de las fuerzas oligárquicas para manipular y desorientar a través del control casi absoluto de los medios de comunicación se proyectó, por un lado, día y noche, al desgate del gobierno que debía ser derribado; por otro lado, es ya usual el impulso al catastrofismo, configurando una visión de crisis permanente, en la cual, según editoriales y columnistas, si no se hacen reformas como la del trabajo o la de las jubilaciones, el país tendrá años de hambre y tristeza. La opinión de los heraldos de la nueva orden es que el Estado social consignado en la Constitución es insustentable, al tiempo que se oculta la ganancia absurda del capital financiero y se entra en el clima de la naturalización de la posverdad.
Sobre el poder judicial la cuestión ha sido determinante. En términos generales, como muy bien coloca Marcelo Semer, la cuestión se traduce en dos fenómenos: primero, la omisión que alimenta la selectividad. El poder judicial establece el tiempo de los juicios, a quien y porque se juzga, en nombre de una neutralidad de argumentos precarios; la segunda, la superación de los principios por la judicialización de la política. En ese terreno, que apenas demuestra la acentuada politización del aparato jurisdiccional, se pierden los derechos fundamentales y las garantías constitucionales de las personas en el proceso en nombre de políticas emergentes.
Con una pretendida neutralidad el juez garantista se diluye, y en su lugar aparece la figura del que escucha las presiones que claman condena y abdica del sentido contra mayoritario, al sabor de conducciones arbitrarias y denuncias oriundas de cualquier persona, basta que sus palabras sirvan al fin de encuadrar la conducta del reo a los intereses y conveniencias del acusador.
En el proceso de impeachment el carácter político de esa figura constitucional venció la necesidad de conformar la actuación de Dilma Roussef a la ley de crímenes de responsabilidad. La táctica de la derecha era muy simple: conocida cual es la pena – en el caso la pérdida del cargo – había que crear la hipótesis del crimen. Para eso bastaba una conducta que generara debate sobre cualquiera de los principios que orientan la actividad administrativa.
Hoy, las fuerzas democráticas organizadas en el Frente Brasil Popular, no habrán de quedarse de brazos cruzados delante de la misma táctica inescrupulosa de la derecha en el caso de la candidatura de Lula, es decir, sabiéndose la pena – la imposibilidad de Lula ser candidato – entonces construir el crimen, crear la conducta en el caso.
El desespero de la reacción y el conservadurismo se tornó evidente: detener la candidatura de Lula que ya tiene altos índices de aceptación popular. Lo que deja a la derecha delante del mundo como los derrotados de antemano.
Ese es el contexto del juicio del día 24 de enero en el Tribunal Regional federal con sede en Porto Alegre. La pena para la democracia brasileña, sería la imposibilidad de Lula ser candidato. Y de ser así o Brasil perdería el chance de recrear el cuadro político, de oxigenar su realidad y avanzar a una nueva etapa.
Por eso el tema es Lula, pero además lo que representa ese juicio para la democracia después de un golpe, lo que significa en términos de posibilidad de decidir conforme postulados que el mundo de las libertades construyó en años de lucha por un proceso y no de un mero juzgamiento, y lo que significa para proyectar la recuperación del tiempo perdido en la construcción del Estado social con una agenda popular y un proyecto de país.
[1] En ese sentido la crítica de Marilena Chaui. A nova clase trabalhadora brasileira e a ascensão do conservadorismo. Pp. 17-18 In Porque Gritamos Golpe. Ivana Jinkings et al. Sp: Boitempo. 2016.
[2] Marilena Chaui. Op. Cit. P. 19.
[3] Folha de São Paulo.