Una muerte como la dictan los protocolos

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2007

Pablo Arciniegas

Mi abuelo nació en 1920, muy tarde para la influenza española, y murió en 2019, muy temprano para el coronavirus. Sus últimas horas, las de un señor que casi cumple un siglo, las pasó en una habitación con otros tres ancianos verdes y moribundos, intermitentemente atendido por enfermeras que esquivaban pacientes que compartían su misma sentencia, pero a quienes les tocaba esperarla en el pasillo.

¿Por qué mi abuelo no se murió en su casa como siempre quiso? Ah, muy buena pregunta, esos son los misterios de las EPS. Pero un enfermero me explicó ―lo recuerdo― que él había sufrido un derrame, que lo habían llevado a donde lo podían atender, y que estaban siguiendo todos los protocolos que eran: bajarlo del segundo piso donde vivía confinado en paz y llevárselo a morir con angustia y horario de visitas en un hospital atestado.

En ningún momento, ni cuando todavía podía parpadear para hacer señas, le preguntaron si eso era lo que él quería.

¿Por qué desentierro este recuerdo, al que si le cambio la palabra abuelo por tío, prima, papá u otro pariente, seguramente comparto con el promedio de los colombianos? Porque si hace un año era muy poco lo que se podía decidir sobre nuestra propia muerte, ahora sí que menos, en las circunstancias del Covid-19.

El caso de Carlos Fabián Nieto, el médico que murió por coronavirus en Bogotá, ilustra mi punto. Daniel Coronell (en su portal Los Danieles), cuenta cómo una mañana el doctor Nieto, de 33 años, se sintió enfermo, manejó hasta la clínica y ya nadie lo volvió a ver sino hasta que esparcieron sus cenizas. Sin un abrazo, sin su familia, así se les fue a sus seres queridos.

Dudo mucho que el doctor Nieto hubiera deseado morir en esas condiciones, pero su cuerpo representaba un riesgo biológico y nadie iba a contrariar ―menos en una emergencia sanitaria― lo que dictaban los protocolos. El asunto es que los protocolos no son leyes al servicio de la humanidad, sino políticas de salud pública dictadas por un Gobierno, y esto significa, sobre todo en el caso de Colombia, que no están propiamente construidos con base en criterios médico-ético-científicos, sino que su objetivo es mantener el modelo de negocio de las empresas y farmacias explotadoras de la salud, y de la muerte también.

Si esto fuera mentira, entonces hoy no habría violencia obstétrica, mala praxis y falta de prevención contra el dengue y la leptospirosis que transmiten las ratas, ni seríamos testigos de médicos expuestos al contagio que trabajan envueltos en bolsas de basura, ni pacientes esperando a que la muerte les llegue en los pasillos de un hospital.

Y tampoco sucedería ese colapso del sistema de salud cuando llegue el impostergable pico del virus, porque ahí es cuando los mismos protocolos que obligaron a morir aislado al doctor Nieto, paradójicamente van a obligar a morir a cientos de personas en la calle. ¿Y será que no los vamos a cuestionar?

Epílogo I

Otros que no deciden sobre su muerte en Colombia son los líderes sociales. Si no los mata la infección, son los narcos que tocan la puerta de sus casas y los fulminan junto con sus familias. La semana pasada Noticias Uno reportó dos casos en el municipio de El Tambo, Cauca.

Epílogo II

Si quieren indagar más sobre el impacto de la industria en las políticas de salud pública, el caso de la sobreproducción de leche en EE.UU. a principios del siglo pasado es asombroso. Básicamente convirtieron un alimento cuyos beneficios no están 100% probados en un alimento de la canasta familiar.