El Gobierno busca salvar responsabilidades en relación a la financiación de los programas creados durante la pandemia, pero sin atender las causas estructurales de la crisis económica, por lo cual el próximo gobierno debe afrontar el reto de la reactivación económica
Carlos Fernández
En edición anterior (Ver VOZ 3087), adelanté un primer análisis del nuevo proyecto de reforma tributaria en lo relacionado con las fuentes de financiación y el gasto que se piensa ejecutar con los recursos que se recauden, y señalé lo poco ambicioso de su alcance. Desde tiempo atrás, se habla en todos los círculos relacionados con el manejo económico del país acerca de la necesidad de que se lleve a cabo una reforma de fondo que modifique, estructuralmente, el actual estatuto tributario, caracterizado por su prolijidad y, sobre todo, por su regresividad e inflexibilidad.
Estas características se hacen patentes cuando se compara el índice de concentración del ingreso (llamado índice Gini) antes de impuestos y después de impuestos. Se supone que los sistemas tributarios tienen como objetivo mejorar la distribución del ingreso, al trasladar a los sectores más pobres, vía impuestos que pagan los contribuyentes que deben tributar y gastos que ejecuta el Estado, recursos a los que de otra manera no accederían. Pues bien, mientras en otros países la tributación mejora el índice Gini en 8 o 10%, en Colombia la distribución del ingreso es prácticamente la misma antes y después de impuestos.
El arte de lo posible
Sin que, en rigor, fuera una reforma estructural, la propuesta de Carrasquilla afectaba de manera permanente, en perjuicio de los sectores populares, algunos ejes centrales del estatuto tributario como el IVA y otras variables. La movilización social que provocó ese proyecto echó para atrás la pretensión del gobierno de Duque de hacer más regresivo aún dicho estatuto.
Al nuevo ministro Restrepo le correspondió hacer el esfuerzo de crear las condiciones políticas para que, idealmente, la nueva iniciativa no reactivara la protesta popular. Para ello, realizó diversos encuentros regionales y con gremios, de los cuales resultó la propuesta de reforma de limitados alcances que presentó el 20 de julio en el Congreso nacional.
Dicho trabajo de concertación fue, de acuerdo con algunos comentaristas, una forma de poner en práctica la concepción aristotélica de la política como el arte de lo posible: presentaremos la propuesta que no nos genere problemas en materia de descontento popular y, sobre todo, que sea aceptada por los grandes capitalistas del país pareció ser el razonamiento del Gobierno, al que le falta sólo un año para concluir.
Para llegar al texto que se presentó, el Gobierno perdió un tiempo precioso. Los grandes empresarios, por intermedio del presidente de la ANDI, Bruce Mac Master, habían propuesto, como salida a la crisis que generó la propuesta de Carrasquilla, que se aplazara la reforma de 2019, que les daba una gran cantidad de gabelas tributarias y que iba a ser la responsable del déficit fiscal incrementado de 2020.
La pandemia cambió el panorama y, ante las protestas, los empresarios captaron la gravedad de las mismas para la estabilidad del régimen y el mantenimiento de sus intereses, por lo que el dirigente gremial le dijo al Gobierno «cóbrennos a nosotros». Tres meses se gastó el ejecutivo para «cogerle la caña» a los grandes empresarios, incluidos los grandes capitalistas del sector financiero, a quienes la nueva propuesta de reforma les piensa cobrar, temporalmente, una sobretasa del impuesto de renta del 3%, la cual les parece «anti-técnica» pero que aceptan en aras de mostrar su «compromiso» con la solución a los problemas que la pandemia agravó.
Claro que la realidad presenta otros matices. El más importante, a mi modo de ver, es que la elevación de los índices de pobreza y desempleo y la disminución concomitante de la capacidad de compra que ella provoca afectan la realización en el mercado de los bienes y servicios que producen las empresas. Éstas, de acuerdo con su tamaño y capacidad financiera, van cerrándose o reduciéndose, lo que repercute en el sector financiero, en la medida en que las empresas del sector real tienen relaciones crediticias con las entidades que conforman el financiero. Éstas, si bien han tenido que hacer provisiones que afectan sus utilidades, no han dejado de ser las que obtienen las más elevadas ganancias, aún en estos tiempos de pandemia.
Con su propuesta, el actual gobierno busca sólo salvar responsabilidades en cuanto a que los programas creados a raíz de la pandemia, como el de ingreso solidario (en ningún momento planteó la renta básica), el Programa de Apoyo al Empleo Formal (PAEF), la matrícula cero en universidades públicas, o iniciativas nuevas como el apoyo a la generación de empleo juvenil tengan financiación hasta su vencimiento en 2022 o 2023. Después de su mandato, el diluvio, como dijo Luis XIV.
La reforma y el próximo gobierno
Pero no del todo. El ministro Restrepo, en su ejercicio de la política como el arte de lo posible, hizo explícito el hecho de que su propuesta de reforma no era estructural sino que le tocaba al próximo gobierno hacer esa tarea. No obstante, seguramente previendo eventuales y sorpresivos reveses en los resultados electorales, el Gobierno decidió dejar atado a su sucesor en materia de endeudamiento y déficit fiscal, mediante la propuesta de modificación de las normas que rigen la denominada Regla Fiscal.
En efecto, el proyecto de ley de reforma tributaria 2.0 (término pomposamente usado por el ministro para hacer referencia a una nueva «generación» de reformas tributarias) plantea modificar ese mecanismo creado por la ley 1473 de 2011, que estableció que, a 2022, el déficit fiscal del Gobierno Nacional Central no podía ser superior al 1% del Producto Interno Bruto (PIB). Hay que decir que, desde su establecimiento, el Gobierno nacional ha cumplido con los niveles de déficit fijados para cada año, si bien la deuda pública como proporción del PIB seguía aumentando sistemáticamente.
Entonces, el Gobierno decidió aprovechar esta coyuntura para fijarles a los próximos gobiernos unos límites taxativos en materia de déficit fiscal y de deuda pública.
Límites de endeudamiento y déficit
El nuevo proyecto de ley precisa que la regla fiscal busca la estabilidad de las finanzas públicas en el largo plazo fijando un límite de deuda equivalente al 71% del PIB, límite a partir del cual se haría insostenible la deuda del Gobierno nacional. Establece, además, un ancla de deuda, definida como un nivel prudencial de la deuda neta del Gobierno y señala que éste es de 55%, alrededor del cual deberá girar la política de endeudamiento del Gobierno. Estos niveles deberán empezar a alcanzarse a partir de 2023, año en el cual, el déficit fiscal deberá empezar a configurarse con los observados antes de la pandemia.
Más allá de las cuestiones técnicas que envuelven este cambio (que incluye, además, remplazar el Comité Consultivo de la Regla Fiscal por un Comité Autónomo de la Regla Fiscal, con funcionarios independientes del Ministerio de Hacienda, nombrado con un sistema similar a los miembros de la Junta Directiva del Banco de la República), es inadmisible que el actual Gobierno, sin proponer una reforma estructural de las finanzas públicas, pretenda fijarles a los próximos gobiernos los límites de endeudamiento a los que pueden llegar, sin tener en cuenta que la pandemia no ha acabado y que es necesario financiar la reactivación económica mediante mecanismos que incluyen el endeudamiento gubernamental, sin que esto implique seguir sometiéndose a la coyunda de los prestamistas internacionales o nacionales o de los inversionistas en papeles de deuda pública con capacidad para ahorcar las finanzas del Estado.
O sea que por lo que hay que propender es por una reactivación económica que saque los recursos requeridos de los sectores con mayor capacidad de tributación y por unas transacciones de endeudamiento que no impliquen que las finanzas públicas se vean ahorcadas por los intereses de la deuda que se asuma para lograr dicha reactivación.