Réquiem por Café Miró

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Escenario exterior de Café Miró

Ricardo Arenales

En la esquina nororiental de la sede VOZ en Bogotá, desde tiempos que se pierden en la memoria, existió un exquisito tomadero de café, que paulatinamente se fue convirtiendo en tertuliadero de los periodistas del semanario, y por extensión de quienes suelen hacer consultas o ser consultados por ellos, o convocados a animadas sesiones de intercambio político alrededor de los acontecimientos de cada semana, que no dejan de sorprender a los observadores interesados en la problemática colombiana.

Se llamaba Café Miró. Ya no existe. Sucumbió ante los avatares trágicos de la pandemia del coronavirus. Que nos dejó tantas pérdidas, que hirió mortalmente a La puerta falsa, que liquidó a la histórica sede de El Tiempo, en la Avenida Jiménez con carrera séptima, en fin, que llevó a la quiebra a centenares de miles de pequeños comercios, restaurantes, librerías de viejo tomaderos del clásico tintico.

La virtud de Miró es que paulatinamente se fue convirtiendo en punto de encuentro de periodistas, abogados, cuadros políticos de la izquierda capitalina, que llegaron atraídos por el delicioso sabor del capuchino que allí se vendía, o por la cercanía con la sede del decano de la prensa de izquierda en Colombia.

Personajes

Tal es el caso del muy querido y veterano Víctor Matiz, dirigente histórico de la Unión Patriótica, que se daba largas ‘patoniadas” para conseguir puesto en alguna mesa. Decía que quería conversar con el redactor internacional de VOZ, de quien, afirma, siempre le resultaban edificantes sus conversaciones en torno a la política internacional. Aunque quedaba la sospecha de si era por conversar con el periodista o por saborear las deliciosas galletas de chocolate y almendras que allí se vendían.

Por sus mesas pasaron importantes dirigentes de Marcha Patriótica, algunos médicos, abogados, poetas -varios de la escuela de los poetas malditos-, miembros del cuerpo diplomático acreditados en la capital.

Algunos pertenecían a lo que los muchachos llaman ahora ‘tribus’, en realidad verdaderas cofradías. Es el caso del equipo de economistas del periódico, a veces dos, a veces tres, cuando asistía el inolvidable y siempre certero Nelson Fajardo. Los más fieles fueron el profesor José Ramón Llanos e Iván Posada. Infaltables en el ocaso de las tardes cuando llegaban a su fin las reuniones del consejo de redacción.

A la sombra del pintor barcelonés

Llanos y Posada solían pedir un whisky, la mayor de las veces, o en su defecto un capuchino con achiras. Y extendían las reuniones del periódico, para perfeccionar algún tema, o alcanzar a pulir algún asunto que no discutieron suficientemente con la directora, por la premura del tiempo. Las conversaciones eran apasionadas, profundas, y solo eran interrumpidas, raras veces, por la presencia de alguna chica, de ampulosas caderas, que oscilaban como las intrépidas olas del mar caribe, que bambolean la tabla del temerario surfista y la elevan por los cielos.

Ese escenario de hechizo, algunas veces era visitado por Carolina Tejada y Oscar Sotelo, personeros de la generación joven de periodistas de VOZ. Los dos preferían conversar en otro escenario, y cuando visitaban Miró, se quedaban en las mesas de afuera y guardaban las distancias, aún antes de la cuarentena, no porque estuvieran conspirando o convocando algún aquelarre, sino porque, quizá, temieran que sus conversaciones no encajaran con el lenguaje de los veteranos.

Tal era el escenario de aquella pequeña capilla, que no solo evocaba las cotidianidades de quienes participan en el azaroso proceso de formación de opinión pública, sino también compartían la escena de los cuadros cubistas y rabiosamente sintéticos del célebre pintor barcelonés que marcó una época en el arte europeo contemporáneo.

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