La presentación de la agrupación chilena de rock y marionetas infantiles hizo la tarde a los que pudieron entrar al espectáculo en el marco del festival. Los artistas sobre la tarima, las marionetas bajo los reflectores y la gente, en donde todos eran niños, y todos eran adultos, y todos estaban contentos
Claudia Ávila
@ClaudinskyF
En la ciudad de los charcos los vecinos saltan y corren a diario, montan bestias triarticuladas de cuerpos rojos, humeantes y chatos. Zumban sobre abejas metálicas y van como sardinas en carritos amarillos, rojos y salpicados de palomas.
El pesebrito que se dibuja sobre sus montañas está coronado por una iglesia blanca y una mujer también sola y pálida, dos gigantes que embellecen los cerros de esta lluviosa y mágica capital. Aunque los días son terriblemente agitados parece que la rutina del frenesí alcanza a apagar las chispas de la fiesta y de la vida.
Pero es aquí mismo, en esta Bogotá encantada, en donde las hadas desobedientes se sueltan al abrirse los paraguas. Salen vestidas de crestas, de chaquetas de cuero y taches, y revolotean, con su majestuoso aire de libertad, al ritmo de rock and roll.
El parrandón de rock´n roll
El derecho a ser cursis y rebeldes, de cantar hasta quedar afónicos, es un tesoro que compartimos cuando volvemos al parque a jugar, a saltar unos sobre otros y a bailar unos contra otros. Nos encontramos para entrar al pogo como una danza de cuerpos potentes que se chocan para seguir creando llamas de libertad, viviendo el realismo mágico; viendo brillar el cielo sobre los charcos y a la gente sobre sus andenes.
El festival, como una fiesta de artistas, en y bajo la escena, es una oportunidad de mitad de año que no solo los bogotanos, ni únicamente los colombianos, podemos disfrutar. A Rock al parque, este año, llegaron más de 300 mil almas vibrantes, entre jóvenes y adultos revueltos y conviviendo sin que se acabara el encanto a la media noche. Los primeros salieron el lunes sanos y salvos, pero sobre todo felices de haber podido abrazarse en el arte, la paz y la cultura; otros nos quedamos alargando el convite hasta la una y media de la mañana del martes. Todo un parrandón al ritmo del rock, el metal y el reggae.
Y sin embargo, en medio de tanto tache y de tanto cuero, no fue solo en esa pasarela la celebración. Si el rock ha permanecido en nuestros walkmans es también porque en las casas lo seguimos sonando en las radiolas. Un festival que tiene 25 años cuenta con fieles seguidores que son por lo menos 10 años mayores. Entre tanto viejo metalero, las nuevas generaciones están respondiendo al legado de las músicas rebeldes y contestatarias, que como el rock, nos dan esperanzas para seguir creyendo y trabajando para el presente y por el mañana.
Por su parte, la música, como los demás artes y oficios, son herencias que transmiten forma y contenido. Mientras que bailamos y cantamos suceden muchos milagros de la humanidad. La solidaridad, la sensibilidad hacia el otro y la irreverencia son males necesarios, no solo de las músicas protesta, sino de la educación que directa e indirectamente estamos en el deber de regalarle a los niños y jóvenes de nuestro país.
31 minutos en Rockal
El domingo a la par de los tres escenarios del parque Simón Bolívar, en el teatro Jorge Eliécer Gaitán, llegamos a encontrarnos los niños y los viejos, fuimos juntos a liberarnos de la embrujada seriedad de los días de ciudad y a entregarnos al cursi y maravilloso encanto de ser felices y darnos cuenta.
La presentación de “31 minutos”, agrupación chilena de rock y marionetas infantiles, hizo la tarde a los que pudimos entrar al espectáculo. Las largas filas por conseguir una entrada no fueron justas con la demanda que generó el hecho de pensar un espacio para la infancia, pero sí dieron un digno reflejo de la increíble puesta en escena de la que seríamos testigos.
Imaginen: el teatro lleno -totalmente lleno-, los gritos de alegría en cada aviso previo al show, los ojos y las bocas bien abiertas de emoción y de expectativa, y de pronto ¡se sube el telón! ¡estamos vivos y lo sabemos! Los grandes recordamos cuando nos sentábamos a ver el noticiero de los títeres y los pequeños se sorprenden ante la indudable magia entre nosotros. Pero lo más hermoso fue lo que hicimos juntos, los artistas sobre la tarima, las marionetas bajo los reflectores y la gente, en donde todos éramos niños, y todos éramos adultos, y todos estábamos contentos.
El dulce cuento de la paz
Era como si las palabras del mismo Gaitán retumbaran, mucho más que en el letrero de la entrada, “Queremos ser cerebros iluminados y ardidos por el fuego de nuestro corazón”. Era evidente que la música le dio vida, no solo al teatro que lleva el nombre del caudillo, sino a su pueblo, vengando la muerte por medio de la reiteración de la dicha de compartir espacios de paz y de gozo.
En la ciudad de los charcos, en el mundo de las tormentas, recordar que es la vida lo que debe estar en el centro de nuestras tecnologías y vivir un festival gratuito de rock para niños, jóvenes y adultos, no es nada despreciable. Ya lo dijo Gabo en su proclama (1994), en un mundo en donde se nos arrebata la cursilería de vivir en paz se nos han robado la magia y “semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olvidan lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso”. Y que cada uno de nosotros sería más feliz si pudiéramos cantar como zombies, amarnos como pololos y bailar sin cesar hasta el fin natural de nuestros días.
Al final, regresar al parque, ir a rockear a nuestros jardines, recostarse bajo los árboles y percibir ampliamente el tiempo, son acciones que restituyen el derecho y la honra de vivir en paz. La paz, por otro lado, puede recobrarse si volvemos a valorar el ritmo y la dignidad que nos otorga la música y su sana convivencia, el #OrgulloEstridente y la naturaleza como todo lo diverso. El rock nos llevó de nuevo a saltar y a caminar sobre nuestra tierra, que “es una y nada más”, que es causa y efecto, origen y destino de nuestras almas errantes.
Agradecimientos es lo que sobran, con el festival, por seguir siendo; con la música, por seguir tronando; para el rock, por seguir estremeciendo; con la gente, por comportarse tan bien como lo hizo; con los niños y niñas, por seguirnos creyendo el cuento de que vale la pena seguir viviendo; con la lluvia, por lavar el suelo que tanto nos han manchado; por las tardes y la noche de Bogotá que nos siguen inspirando.
Agradecer a todos los que fueron, a los que fuimos y seguiremos siendo unos creyentes de la magia, de la reconciliación y de la tolerancia; de las artes en un país y en un mundo que necesita de gente que todavía crea y viva el dulce cuento de la paz.
pdta: Y gracias a mi sobrino, a mi Juanito, por acompañarme en el aprendizaje de ser un adulto e ir conmigo a todas estas locuras. ¡Hijo, el rock apenas empieza!