Zabier Hernández Buelvas
@ZabierHernndez
La sangre joven corre por calles y ríos de nuestro sur y nadie la detiene, ni la justicia, ni el gobierno. El Estado es un notario y un sistema estadístico que cuenta y registra asesinatos y masacres, pero no actúa. Peor aún, el gobierno y sectores de Estado son aliados y cómplices de los autores intelectuales y materiales, de los grupos paramilitares, narcopolíticos y delincuencia organizada.
Cinco jóvenes negros afrodescendientes en la comunas pobres y periféricas de Cali, tres jóvenes indígenas en Cauca, tres jóvenes campesinos estudiantes en Leiva cordillera nariñense y nueve jóvenes del casco urbano de Samaniego, son los hechos reales que demuestran una guerra contra el pueblo y sus jóvenes.
Guerra en la que disparan de todos lados, unos por defender intereses de grandes emporios económicos (Cali), otros por reafirmar su poder y control territorial (Leiva), otros más por quitarle la tierra a indígenas (Cauca) y algunos, en una verdadera estupidez, supuestamente aplicando medidas para “defender a la comunidad del covid-19” (Samaniego).
La sangre joven corre al lado y mezclada con la sangre de líderes y lideresas, aun después de muertos comparten un destino común: la impunidad. “En Colombia en los últimos diez años se han asesinado 300 mil personas, alrededor de cien por día”. La impunidad es el signo principal del régimen actual. El poder terrorista del Estado es ciego, sordo y mudo cuando se trata de responsabilidad por acción u omisión en las violaciones de derechos humanos.
Embelesados en sus privilegios, disfrutando de sus riquezas producto de la corrupción y el crimen y preocupados por el crecimiento macroeconómico del gran capital, el régimen en Colombia vive cual autista en una patria desangrada, pobre y excluida. A la vez que actúan de manera ágil y desesperada por salvar de la cárcel a un matarife como Álvaro Uribe Vélez, muestran todo su desprecio por el pueblo, sus líderes, lideresas y sus organizaciones. La impunidad no es una falla en el sistema, es una política del sistema y esa política se llama terrorismo de Estado.
Hace algunos días, miércoles 12 de agosto de 2020, se celebró en el mundo el Día Internacional de la Juventud, que en el mundo alcanza unos 1.800 millones con edades comprendidas entre 10 y 24 años. En Colombia constituyen la mayor población, siendo el 42.1% de las edades entre 14 y 26 años. Los jóvenes colombianos son víctimas en primera línea del terrorismo de Estado. Una población que debiera ser protegida, apoyada e impulsada a realizar todos sus proyectos y metas, que debiera ser escuchada y atendida, que defiende la educación pública, que aporta su mano de obra en la productividad, que están en el sector salud afrontando la crisis sanitaria del covid-19 y que tiene la fuerza, las ideas y la creatividad para asumir los grandes retos democráticos y de justicia social tan ausente en la vida nacional. Pero al contrario hoy esta siendo asesinada. Se acalla y elimina así una voz social y política muy necesaria para construir una verdadera democracia.
Necesitamos la sangre joven corriendo por las venas de mentes juveniles brillantes y creativas para hacer los cambios que necesita este país. No la dejemos asesinar. No dejemos que este Estado terrorista acabe con lo mejor de la lucha y de la vida: nuestra juventud.
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