¡Sírvalo!

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Pablo Arciniegas

En Señora Dalloway, Virginia Woolf cuenta entre muchas historias, la de Septimus Warren, un joven recién casado que luego de volver de la guerra y salvarse de la muerte, prefiere guardarse en él mismo, esperando a que el mundo le arroje una verdadera manifestación de lo vivo. Septimus no es un activista, solamente permanece callado, pero su actitud le incomoda a su círculo social, a los doctores que intentan ‘tratarlo’ y hasta a su esposa, que a última hora ―ya muy tarde― termina por entenderlo.

Esta incomodidad es resultado de que con despreocupación superficial, Septimus establece una posibilidad de estar por fuera del proyecto de la Inglaterra preocupada por sus colonias, por Dios, la familia, la política o por las fiestas de Clarissa Dalloway. Una manera de estar en contra de eso a lo que la Woolf llama, de manera tan precisa y preciosa: el espíritu de mesura.

En toda sociedad existe ese espíritu de mesura, los estadounidenses, por ejemplo, creían incuestionables los valores del Destino Manifiesto y la Tierra de la libertad (en la que hoy, a propósito, arrestan a niños de 8 años). Aquí, en Colombia, que no tenemos estos proyectos tan claros, lo que más se le parece es la frase que se repite al interior de las familias: ‘ni en la mesa, ni con las visitas, se habla de política, sexo y religión’. Así crecimos, con una idea de unión soportada en quedarnos callados.

Sin embargo, ahora que el coronavirus ha puesto a los abuelos en la lista de especies en vía de extinción, el espíritu de mesura se ha tenido que renovar con una palabra que ―raro― se aplica mucho en el discurso, pero poco se comprende: la famosa polarización. La polarización no en el sentido de que cualquier hecho o cosa, por naturaleza, puede generar ideas opuestas, sino que esa diferencia, esa polarización valga la redundancia, le hace daño a un país que, aunque desde la familia proclama estar reunido, en la práctica vive separado.

Pues bueno, un mensaje a las y los que demonizan la polarización y, por lo tanto, empobrecen el debate y se mantienen en que la única manera de resolverlo es con mentiras o plomo: esa unidad con la que se llenan la boca es una fantasía, es un eufemismo para una sociedad que no cuestiona, no desobedece, no hace control político. Quizá la única unidad a la que podemos aspirar es una que se sostenga en la diferencia.

En ese sentido, incomodar, ir en contra del espíritu de mesura, no es un derecho sino algo elemental del ser humano. Y por eso yo celebro a los que celebran lo que en las últimas semanas ha pasado en Colombia, donde se ha visto a una Corte Suprema de Justicia operando por encima de las presiones del mismo Gobierno y de los grupos violentos. Su humor y alegría son una manifestación de oposición, de diferencia, que no puede sofocar el ESMAD ni la cuarentena.

Me les uno a ellas y ellos, aquí desde mi encierro, desde mi fiesta de la Señora Dalloway con un solo invitado, y les digo ¡Sírvalo!

Epílogo

Una sola pregunta: ¿Estamos viendo el fin del uribismo por sus propios medios, por la incapacidad del presidente Duque o porque desde el mismo interior del Centro Democrático ya hacía hora de caducar a Uribe?