
Igualar la rebelión con el hampa, como lo hace Vicky Dávila, evidencia el discurso hegemónico que plantea la imposibilidad real de un cambio en Colombia
Pablo Arciniegas
“Hampones, hampones, hampones”, y así cuatro veces más, la directora de la revista Semana llamó a los excombatientes del M-19 durante una entrevista que le concedió Gustavo Petro. Entrevista que, por cierto, inició con el dato de que, si en aquel momento se celebraran elecciones, el candidato de la Colombia Humana sería nuestro presidente.
Con esa información en la agenda, Dávila avanzó en su programa hasta preguntarle a Petro si se arrepentía de haber formado parte de una organización guerrillera. Se sobreentiende que para ella es inconcebible que ocupe la Casa de Nariño alguien con ese trasegar en la vida, aunque individuos como Álvaro Uribe, quien tiene las manos manchadas de sangre, sí lo hayan hecho.
El senador le dijo que no se arrepiente porque al unirse al M-19 estaba ejerciendo su derecho a rebelarse contra un régimen injusto. Dávila intentó desviar la conversación hacia la responsabilidad por los muertos en la toma del Palacio de Justicia, pero Petro no se dejó enredar y retomó el hilo de su argumentación recordando a la periodista que la rebelión está contemplada como un delito político dentro del ordenamiento jurídico colombiano, es decir, es amnistiable, no inhabilita para ocupar cargos públicos y permite que otros países le den asilo a quienes lo cometan.
Juicios y descalificaciones
Dávila no esperaba que el legalismo con el que presume de practicar su oficio, al final le diera la razón a su entrevistado. Solamente respondió sentenciando como ya sabemos: “hampones, hampones, hampones”. A partir de ese momento la entrevista subió de tono, se volvió un enfrentamiento entre los dos y terminó con Petro colgando la videollamada, no sin antes señalar que su interpretación de la rebeldía obedecía a una narrativa mediática para criminalizar la oposición. “Vicky, usted no tiene por qué entrevistar hampones”, dijo Petro y colgó.
Es una lástima que la entrevista haya terminado abruptamente porque hubiera sido interesante saber si los juicios y las descalificaciones que lanzaba Dávila iban dirigidos a conocer las motivaciones detrás de la rebelión o a crear tendencias y clics en internet.
La aplicación del modelo periodístico bajo el que opera la revista Semana desde que es propiedad del banquero Jaime Gillinsky -basado en la comercialización de contenidos virales en la red más que en la profundidad noticiosa- impidió una discusión seria sobre si los delitos cometidos en el marco de la rebeldía deberían juzgarse como delitos políticos.
Aquí un delito, allá un derecho
Finaliza Dávila la entrevista con algo que parece un intento de intimidación o una advertencia para 2022: “Es muy importante la tolerancia en una persona que quiere ser presidente de Colombia”. No obstante, con su intento por arrinconar a Petro, sin querer pone sobre la mesa los conceptos de delito y derecho, y plantea el debate sobre cómo, según el régimen político donde se presente, la rebelión puede ser ambas cosas. Porque no hay que ir muy lejos -solo hasta Venezuela- para darse cuenta que en su ordenamiento jurídico está reconocido lo que aquí es castigable; lo que aquí es un delito allá es un derecho ciudadano.
Nos referimos al Artículo 350 de la Constitución venezolana de 1999 que reconoce el derecho de rebelión y que ha sido utilizado por el Gobierno y la oposición para buscar legitimarse, cada uno desde su propia interpretación. ¿Y por qué en Colombia es un delito? En realidad, es una discusión que debe llevar a pensar el derecho penal como una herramienta del Estado para existir, o en otras palabras, para castigar a quienes atenten contra las condiciones necesarias para la convivencia. Así, por ejemplo, se castiga el homicidio porque atenta contra la vida, de la misma forma como se protege la vida despenalizando el aborto.
Un delito político, en cambio, atenta contra el régimen político persiguiendo un ideal percibido como justo. El paramilitarismo no es un delito político porque, por una parte, apoyaba al régimen político establecido -así alguna vez se haya hablado de ‘refundar la patria’-, y por otra, se ha demostrado que sus miembros perseguían intereses individuales como aumentar sus fortunas personales y adquirir tierras a través del desplazamiento forzado de campesinos.
Aun así, respaldados en la defensa del derecho y el deber de la paz, consagrados en el Artículo 22 de nuestra Constitución y refrendados en la sentencia C-456 de 1997 de la Corte Constitucional, los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, han citado a excombatientes de las autodefensas y a altos oficiales de las fuerzas militares con el fin de asegurar que las víctimas de la violencia en Colombia sepan toda la verdad, condición indispensable para acabar con nuestra interminable guerra interna.
Lo más inquietante es que todo este acervo jurídico no puede ocultar que cuando se habla de rebelión como delito, inmediatamente se piensa en el castigo y en un Estado opresor que ha determinado lo que es bueno y malo según los intereses de su clase dominante. Ni tampoco se puede soslayar que sea cual sea el régimen político, con el pretexto de la seguridad del Estado los rebeldes serán perseguidos así estén ejerciendo un derecho.
Un método científico
Precisamente, al considerar a los regímenes políticos como sistemas, es decir, entidades que buscan perpetuarse y que lo hacen justamente desde la limitación a las libertades personales, pierde importancia la discusión sobre la rebelión como un derecho o un delito y gana importancia la discusión sobre la rebelión como un deber. Después de todo, el acto de rebelión no necesariamente busca derrocar un ordenamiento para establecer otro completamente nuevo, sino que a veces simplemente busca que se cumplan principios constitucionales.
El ejemplo es Colombia. En el primer artículo de su Constitución Política, esta se define como un Estado Social de Derecho, algo que en la práctica no ocurre cuando la administración pública mantiene a la mayoría del país en el empobrecimiento y el atraso para beneficiar a los grupos empresariales. Otro ejemplo: Artículo 11: el derecho a la vida es inviolable. ¿De verdad? ¿Entonces por qué el Gobierno autoriza bombardear niños con la excusa de luchar contra el terrorismo?
Si somos ciudadanos, votamos, creemos en el cumplimiento de la ley y consideramos que tenemos un mínimo sentido de la moral, deberíamos estar en contra de todo esto. Y no se trata de nada novedoso, porque hace casi doscientos años Henry David Thoreau -un hombre sumamente moralista y conservador- ya se preguntaba en su ensayo El deber de la desobediencia civil, cómo Estados Unidos se podía llamar a sí misma “una nación libre” –a land of liberty– si con el pretexto de defender la libertad de mercado, al mismo tiempo se permitía la esclavitud.
¿Por qué cada vez más personas tienen menos interés en defender las instituciones? Seguramente porque esas instituciones parecen vacías, no dicen nada a los ciudadanos y no cumplen su parte del pacto social. Casos como ese son propicios para que la rebelión impulse a hacer un examen histórico y preguntarse por lo que el pueblo debería perseguir, si conceptos abstractos como patria o nación, o condiciones concretas para consolidar la paz y poner fin a la miseria. Así, la rebelión puede ser una especie de método científico para el gobierno humano.
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