Pablo Arciniegas
Ser joven en Colombia es un riesgo. Las víctimas mortales de las masacres de Llano Verde y Samaniego no pasaban de los 30 años, lo mismo que las del 9 de septiembre en Bogotá (exceptuando a Javier Ordóñez que tenía 43 y a María del Carmen Viuvche que tenía 62). Lo que significa que no son incidentes aislados, como descaradamente afirma el Gobierno, sino crímenes que buscan intimidar y destruir a la juventud colombiana.
El desprecio por los jóvenes en este país está normalizado. Para los jóvenes no solo hay pocas oportunidades, además, se les ve como una amenaza, como los vándalos que siempre están en descontento sin ningún motivo y que quieren desestabilizar el país para trepar un régimen de izquierda. Tan solo fíjense en cómo Álvaro Uribe se refiere a Iván Cepeda. “Joven senador”, le dice, y dudo que sea por hacerle un cumplido, porque Cepeda tiene 57 años.
Por eso, a este Gobierno poco le importa el homicidio de un joven por parte de los antimotines y el Ejército. Antes, lo va a aplaudir, como hizo el presidente Duque (que supuestamente es un presidente joven) disfrazándose de patrullero. Ojalá que pase a la historia por esta payasada, porque fue tan ridículo como claro, demostrando que él no está para preservar ninguna democracia, ni derechos humanos. Él es presidente para enriquecerse y enriquecer a los que lo pusieron ahí. Y si alguien pretende estorbarlo, pues le manda a la Policía que no necesita de ninguna orden para disparar.
Lo grave es que una sociedad como la colombiana, que erradica a su juventud, no solo hace pasar a los inocentes por enemigos de la tranquilidad y el Estado, también es una sociedad que se queda sin esperanzas. Es una sociedad que no se renueva, sino que se repite interminablemente, independiente del año en el que esté. Y es tan evidente que este proyecto de país es tan pobre y que solo opera en beneficio de unos cuantos, que la única manera de defenderlo es con violencia: con las balaceras de pandillas de oficiales en canchas y avenidas.
Pero ese despliegue grosero de autoridad no sorprende. Sorprende que, a pesar de todo, los jóvenes se siguen resistiendo. Este gobierno de los dementes parece que todavía no les ha quitado algo esencial. Una grandeza que arrincona todo el miedo y resentimiento inoculados por años. Yo la vi ese mismo 9 de septiembre, cuando de las ruinas de los CAI quemados se levantaron bibliotecas. Entonces, inmediatamente pensé cómo sería Bogotá, si en vez de tanta desconfianza y represión, lo que uno se encontrara fueran artistas y libros. Quizás esta ciudad que amo no sería tan despiadada y corrupta.
Hoy lo sigo creyendo, sin prestarle mucho cuidado a los que me dicen que exagero y que finalmente la Policía volvió a su lugar y borró el rostro de Juliet Ramírez en La Gaitana y lo mismo con el nombre de Jaider Fonseca en el Parkway. Lo creo porque, como leí en un cartel de estas manifestaciones, “Ahora que nos quitaron todo, también nos quitaron el miedo”.
Epílogo
Esta columna está dedicada (si es que una columna se puede dedicar) a las dos bibliotecas populares fundadas el 9 de septiembre en Bogotá y a las dos víctimas que les dieron sus nombres. A los colectivos, parches, catalogadores y promotores de lectura que están detrás de ellas, les ruego que aguanten. Al resto de nosotros, nos digo que no perdamos la oportunidad de irlas a conocer y les donemos libros.