Un artista perplejo

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Juan Guillermo Ramírez

Juan Guillermo Ramírez

“El fracaso del cine convencional ha privado, por fin, de base económica a una actitud espiritual que rechazamos. Con ello, el nuevo cine tiene la oportunidad de vitalizarse… Este nuevo cine necesita nuevas libertades. Libertad con respecto a las convenciones usuales de esta actividad. Libertad con respecto a las influencias del socio comercial. Libertad con respecto a la tutela d ellos grupos de intereses… El viejo cine ha muerto. Tenemos fe en el nuevo”.

Esta declaración publicada el 28 de febrero de 1962 y con la que se presentaron ante la opinión pública 26 jóvenes productores cinematográficos, es considerada hoy el punto de partida del actual cine de la antiguamente llamada República federal de Alemania. Y uno de los firmantes de este “manifiesto de Oberhausen”, sigue trabajando como director de películas de ficción: Alexander Kluge.

Nació el 14 de febrero de 1932 en Halberstadt, su padre era médico. Creció allí y después del divorcio de sus padres se radicó en Berlín. Realiza estudios de Bachillerato, Derecho, Historia y Música Litúrgica. A partir de 1958 trabaja como abogado. Entra como voluntario en la CCC-Film, en donde también estuviera Fritz Lang. A partir de 1960 comienza a realizar cortometrajes. En 1962 es nombrado director del Instituto de Cinematografía en la Escuela Superior de Diseño Industrial de Ulm. En 1963 funda su propia empresa productora, Kairos-Film. En 1966 realza su primer largometraje, Adiós al ayer y monta escenas auténticas y ficticias, y hace, por ejemplo, que el fiscal general del estado de Hesse aparezca personalmente. Significativo es también el pasaje que queda abierto en la elaboración de una nueva dramaturgia cinematográfica. Por lo general, los relatos fílmicos renuncian al tradicional “final feliz” o a una solución del problema presentado y se interrumpe en el punto culminante.

‘Noticias de la Antigüedad ideológica: Marx/Eisenstein/El capital’ (2008), una de sus películas más complejas y monumentales. A lo largo de casi nueve horas de duración, Alexander Kluge propone una reconstrucción del proyecto inacabado de Eisenstein de rodar ‘El capital’ de Karl Marx tras un febril encuentro de este último con James Joyce en 1927.

Lo que desde el primer momento diferenció a Kluge de sus colegas fue la relación con la materia de los filmes. No hay aquí cadenas causales completas en el sentido de una tesis preconcebida, una historia que avance continuamente, sino una condensación en episodios, de los cuales cada uno presenta una etapa significativa en el desarrollo de su protagonista, Anita G., emigrada de la RDA a la RFA, a cuya sociedad no logra amoldarse. Los diferentes episodios son conectados entre sí con títulos intermedios y citas. Los personajes no solo representan papeles, sino que son. Al mismo tiempo ellos mismos, así se expresa Kluge, el mismo que descubriría en los lugares de filmación, lo que los personajes aportarán a la película, lo imprevisto, era también recogido, formando al final una estructura novedosa.

Su segunda película es Los artistas bajo la carpa del circo: perplejos (1968); una historia que abraza a Leni Peickert, la hija de un artista que ha muerto en el circo. Ella quiere mostrar a los animales cómo son, no como personas disfrazadas. Y los artistas deben exhibir sus proezas no como fruto de arte de magia, sino como una explicación de las leyes físicas. Después de una larga ausencia, Kluge regresa al cine en 1973 para realizar Trabajo de ocasión de una esclava y constituye un brillante ejemplo de las contradicciones sociales en la realidad alemana de esa década. Kluge renuncia a la dramaturgia tradicional de las películas de ficción e irrumpe con una narración nueva, con citas, comentarios e inserciones, cuya suma presenta un caótico montaje de fragmentos; la realidad no aparece como un todo homogéneo sino como un mundo en el que se ensamblan innumerables fragmentos. En el punto central de la narración se encuentra Roswitha Bronski, ama de casa y madre de dos niños que busca alternativas y un sentido de su vida para poder darse el lujo de tener más hijos, abre un consultorio en donde se practican abortos; luego comienza a interesarse en política social y aprende así las dificultades de vincular la teoría y la praxis y reconoce que, si no se las utiliza, estas ideas no se conservan y desaparecen.

En 1974, Kluge aplicó con una radicalidad aún mayor sus principios de narración en El peligro y extrema necesidad el justo medio acarrea la muerte. Esta vez el montaje vincula cuatro hilos de acción recíprocamente independientes: la historia de un agente de la RDA, que en la RFA realiza investigación básica de una manera nada ortodoxa; la historia de una prostituta ladrona que roba a sus clientes; escenas documentales de la ocupación de casas en Frankfurt, de acciones policiales en contra de la ocupación y demolición de casas; y finalmente, un mundo de noticieros, con acontecimientos de la época y, sobre todo, con informes acerca del carnaval que simultáneamente se celebra en la ciudad.

La ironía soberana y cortante de Kluge y su capacidad para asociaciones sorprendentes e intentos mentales de ordenación lo distinguen como uno de los pocos directores alemanes que son capaces de presentar comedias brillantes. A su manera, realiza Ferdinando el duro (1976); al mismo tiempo quería de esta forma estatuir un ejemplo y demostrar que estaba perfectamente en condiciones de alcanzar un público mayor que el de sus aficionados al cine de autor. Por primera vez narra una historia continuada y en todo momento se preocupa por su coherencia. Su protagonista, un expolicía, desplaza su actividad del ámbito público al privado y se convierte en director de una empresa para la protección de fábricas a la que planea y arma como si se tratara de preparar una guerra.

En una de sus obras, Kluge ha continuado este procedimiento con una mayor concentración en el presente: El poder de los sentimientos (1983), trata de las posibilidades e imposibilidades del amor en un mundo regulado y destruido por un sistema de poder y por las leyes de la oferta y la demanda, de la compra y de la venta. Creo que todo cuanto se opera en nuestro mundo, todo lo que se mueve, lo hace a expensas de los sentimientos; pero creo también que éstos no poseen fuerza, o poder institucional. Están por todas partes, sólo que no se les ve. Cuando trabajan nadie los está mirando, pero se cuenta siempre con ellos y su tarea gratuita. Hacen falta, sí, los sentimientos, esa tremenda facultad de los humanos de mover montañas en su interior de tender puentes sobre los tiempos.