Alfredo Valdivieso
Cuando Marx y Engels escribieron en el Manifiesto del Partido Comunista, aquel famoso “los proletarios no tienen patria”, para desmentir la falaz acusación burguesa de que los comunistas querían abolir la patria y la nacionalidad, no llegaron a imaginar que cien años después, y hasta la fecha, su máxima sería divisa de la burguesía transnacional, que hoy no tiene patria sino países dormitorio, y por eso al unísono no encuentran reparo para defender sus propios bolsillos, cuando alguno de sus secuaces se inventa pretextos para invadir o agredir a otro país y también para trasnacionalizar sus intereses económicos militarmente, para justificar ante el mundo la defensa del interés del capital, con el embozado lenguaje de defender principios y valores universales, para atraer, o al menos neutralizar, a los pueblos, incluso de los países que van a ser subyugados.
Es un simple asunto de clase. Cuando la naciente burguesía tenía en sus manos todo el poder económico, pero carecía del poder político, en la Francia de finales del siglo XVIII, se aprovechó de las justas revueltas populares para lanzar la Gran Revolución Francesa y usar a las masas como carne de cañón para defender sus intereses, usando de todos los métodos, incluido el terror más bárbaro (tipo Fouché en Lyon) y borrar de la faz de la tierra la legalidad e institucionalidad de ese momento. Esa burguesía, en llegada al poder en todo el mundo, declinó sus métodos revolucionarios y se apoyó incluso en las restauradas coronas reales, hasta hacía poco guillotinadas. El control del poder político le permitía usar el poder económico a sus anchas, sin trabas ni limitaciones, y las instituciones forjadas eran piezas de cambio, según el variable clima de favorecimiento o no de sus negocios.
Antes de trasnacionalizarse, cuando aún existía el capitalismo de libre concurrencia y cuando la competencia entre sus potencias era clave para el reparto del mundo, desataron guerras, cual más atroces, para buscar equilibrios a sus intereses productivos y comerciales. Siempre usando a las amplias masas del pueblo, pero manteniéndolas a raya de la aspiración del poder, lo que generó miles de protestas y revueltas disueltas de forma cruenta, y una represión subsiguiente que recordarán todas las generaciones.
La reacción
Cuando en desarrollo de la primera guerra interimperialista, las masas populares, encabezadas por la clase obrera y el campesinado en la Rusia zarista, se alzan con el poder, los enemigos de la víspera se alían para atacar e invadir a Rusia, con los pretextos de la “defensa de la libertad, la legalidad, la libre empresa, la democracia” (hasta ese momento inexistente aun como concepto), y de la legitimidad de la testa coronada. Los revolucionarios bolcheviques logran parar y detener la invasión y expulsar a los capitalistas coaligados; pero suerte igual no corren los revolucionarios en Hungría, cuya revolución coetánea es ahogada en sangre.
Y los revolucionarios de Alemania, de Italia, de Portugal y de una buena cantidad de países europeos, que estaban ad portas del poder, son masacrados por los grupos terroristas y gansteriles financiados y armados por las mismas burguesías de sus respectivos países y de las demás latitudes, que tenían menos miedo al fascismo totalitario que a proletarios y campesinos. ¡Asuntos de clase!
Terminada la Segunda Guerra Mundial (desatada por esos fascistas que fueron patrocinados, armados, financiados y tolerados por las burguesías de los “países democráticos”), conflagración en la que la URSS emerge como la potencia vencedora militarmente, aparece, en buena parte apoyado en las bayonetas del Ejército Rojo de obreros y campesinos y del pueblo soviético, el campo socialista.
Contra él, contra la China continental, que hace su revolución popular de nueva democracia, no se atreven las burguesías del mundo para posicionar sus intereses económicos; pero sí lo hacen contra naciones aisladas en que las masas intentan llegar al poder: Grecia, Italia, Austria en Europa; Vietnam, Laos, Camboya y Corea en Asia.
El peligro comunista
La cercanía de potencias que optaron por un camino de desarrollo diferente al capitalismo, hace que finalmente los planes de los imperialistas fracasen en Asia; pero en Europa y los demás continentes, levantando siempre las mismas banderas que justificaron la intervención contra Rusia en 1918, adobadas con el “peligro comunista”, los intentos de los sectores alternativos y diferentes a las burguesías, que persiguen llegar al poder, son ahogados en ríos de sangre y en una siguiente represión criminal: Guatemala, Indonesia, Argelia, Filipinas, Grenada, Panamá y un largo etcétera, son la camándula criminal que cuelga del cuello del imperio yanqui y sus aliados burgueses del mundo.
Contra Nicaragua, desde el propio inicio de la revolución en 1979 y hasta 1990, cuando los sandinistas pierden las elecciones y entregan el poder a la señora Violeta Chamorro, los imperialistas (y desde luego las respectivas burguesías), apoyan a los “contras”, criminales de la peor laya, que son financiados con los dineros de la venta de armas a Irán (declarado Estado-terrorista), en lo que la historia conoce como el caso Irán-Contras, y con los recursos provenientes del tráfico de cocaína de los carteles de Medellín y Guadalajara, cuyo descubrimiento dio origen al informe, luego libro, ‘Dark Alliance’, y que llevó a que su autor, Gary Webb, apareciese muerto en diciembre 2004, declarado como “suicidio” (con dos tiros de revólver en la cabeza), luego comprobado como asesinato.
Los golpes
En 1973, conocido es, las burguesías de buena parte del mundo, encabezadas por el imperio norteamericano, para defender los intereses de sus transnacionales, desencadenaron el golpe fascista de Pinochet contra el gobierno de la Unidad Popular de Chile, elegido democráticamente en 1971 y encabezado por el presidente Salvador Allende, asesinado el 11 de septiembre de aquél fatídico año, dizque en “defensa de la libertad, la legalidad, la libre empresa y la democracia”.
Era el segundo intento en la historia de las clases subalternas en el capitalismo, de llegar al poder por vías pacíficas y democráticas. El primero fue en Hungría cuando, en marzo de 1919, los herederos del imperio Austro-Húngaro entregaron el poder de manera pacífica a los sóviets húngaros (sin echar un tiro). Pero la coalición de las burguesías imperialistas con su intervención militar, liquidó en agosto el experimento y “ahogó en sangre a la criatura bolchevique en su cuna”, como lo reclamaba Winston Churchill, gerifalte del imperio y la burguesía británica. Era un problema de negocios: es decir, un asunto de clase.
El tercer experimento de revolución pacífica, civilista, democrática, de acceso al poder por vías legales es el de Venezuela. Son veinte años de poder bolivariano, que ha creado una nueva legalidad –por eso no hay fusilamientos ni guillotina−, y por eso mismo la legalidad y legitimidad creadas con la revolución son normas de obligatorio cumplimiento, que hacen recordar la famosa frase de Engels: “La legalidad os mata. ¡Disparad primero, señores burgueses!”.
Los medios de Colombia, esos plumíferos que cual canalla genuflexa apoyan una agresión militar yanqui, de la mano del lacayo Duque, deberían reflexionar en unas cuantas cosas, y no ocultar lo de la financiación de las drogas y las mafias, por ejemplo. No olvidar que, por lo menos en supuesto, los medios y sus miembros proclaman unas libertades −tan iguales como la de la información−: la de la autodeterminación, la autonomía y la soberanía.
Viendo que ahora el grupo Gilinski es dueño de otro de los grandes medios, solo nos queda rogar que haya periodistas, verdaderos pendolarios, que antepongan su ética a su paga. Aunque ello sea un asunto de clase.