Pablo Arciniegas
El triunfo del Estado corrupto no solo ha sido volatilizar recursos en beneficio de una poderosa minoría, ni haber extendido sus tentáculos a todos los rincones de la administración pública, tampoco es comprar elecciones o empobrecer cada día más a los ciudadanos… No. El triunfo del Estado corrupto es un triunfo en el campo del lenguaje.
Desde presidentes hasta alcaldes, congresistas y ediles ―todavía no he encontrado la excepción― el discurso que se echan todos los días es el mismo, el de entregar ayudas: tantas ayudas para aquel pueblo olvidado, listo el fondo de ayudas para hospitales que se caen a pedazos, pero, sobre todo, hay ayudas para el sector financiero y bancario.
Y qué hábiles son ellos con el lenguaje, que cuando dicen ayudas, en realidad se refieren a hacer su trabajo o, más bien, a hacerlo según sus intereses. Esa es la gran victoria del Estado corrupto, hacernos pensar y decir que debemos estar agradecidos por algo que es su responsabilidad y, al mismo tiempo, olvidarnos de que si vive y respira, es porque la mayoría de nuestras interacciones están mediadas por sus impuestos.
¿Será que no? Porque desde que uno se levanta y se conecta a Internet hasta que hace mercado, siempre hay un porcentaje en los pagos que un impuesto se toma por la derecha. Y si uno cree que los mercados informales o ilegales están exentos se equivoca. Hoy, por ejemplo, va incrementando el número de los consumidores de drogas que le compran a sus dealers por aplicación, como lo informó hace una semana la iniciativa Échele cabeza.
Estado es omnipresente, sí, pero para los cobros. Para cubrir derechos, en cambio, ofrece ayudas o da la espalda. Y que lo diga el sector de restaurantes y bares, que hace un año parecía burbujear en crecimiento e innovación (y hasta la tal Economía naranja lo nombraba como uno de sus pilares), y hoy, en los tiempos del confinamiento, tiene a sus emprendedores y empleados haciendo una campaña por redes, en la que piden ayuda y estabilidad financiera.
¿Piden? No es justo, lo que ellos deberían es exigir, y no ayudas, sino exigir una retribución por sus impuestos y soluciones definitivas. Es más, siendo amplios todos estamos en la capacidad de hacerlo, porque en una sociedad de consumo como a la que estamos enredados, quiérase o no, se termina financiando al Estado corrupto de alguna manera.
Lo más perturbador es que esta victoria ―o derrota de la sociedad― en el campo del lenguaje siembra en nosotros la mentalidad de mendigos: una ayudita, por favor, pide la clase media, los malnutridos, las PYMES y la informalidad que representa el 60% de la economía en este país, y entonces, aparecen los gobernantes como semidioses, con la boca llena de ayudas y mercados con tomates putrefactos o atunes de cuarenta mil pesos, siempre esperando a ver cómo sacan tajada o explotan esta oportunidad electoral que son las crisis.
Epílogo I
Voy por la mitad de Échele cabeza, el libro que Julián Quintero, fundador de la iniciativa que tiene el mismo nombre, escribió sobre el consumo de sustancias y la manera en cómo se drogan los colombianos. Lo recomiendo porque es un texto que aborda este tema desde lo íntimo y sin nociones morales. Además, narra muy bien la historia de lo difícil que es hacer políticas públicas que de verdad ayudan en medio de burocracias que solo entorpecen.
Epílogo II
Otra referencia: La Lavandería, una película que pasó sin pena ni gloria en los Oscar pasados y que muestra de forma simbólica nuestra relación con los impuestos y, también, de su evasión.