Una institucionalidad para la paz

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Palacio de Justicia en Bogotá.

En la historia republicana del país, por vez primera un presidente es llamado a indagatoria por la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, la clase política, que ha dominado los rumbos de la nación, ha configurado, como es costumbre, normas y prácticas tendientes a defender y justificar el desarrollo de su poder. Los resultados de este ejercicio han generado impunidad e injusticia, que se han convertido en la constante de su forma de democracia; a esto se suma la corrupción, enraizada en todas las instituciones de la nación. Situaciones que han producido aversión, por parte de la población, hacia su modelo de democracia, sus instituciones y sus procedimientos.

En este ejercicio de la política, es preciso señalar la utilización de la guerra por parte de los poderosos, como estrategia no sólo para mantenerse en el poder –arraigada en la práctica política bajo el discurso del enemigo interno–, sino para la apropiación ilegal de las tierras pertenecientes a campesinos, indígenas y negritudes y también los baldíos,  imponiendo así un “orden”,  que se ha caracterizado por ocultar la violencia estructural del Estado y sus representantes, logrando legitimar los asesinatos y la represión institucional, deslegitimando de este modo cualquier asomo de resistencia y alternativa social contra dicho orden.

De un Estado que naturaliza y formaliza la guerra y la violencia, paradójicamente surgió la alternativa con la firma de la paz. Siendo importante relacionar el nuevo momento que tiene el país, producto del Acuerdo de Paz, el cual expresa un nuevo interés por rechazar el uso de la guerra, la violencia y la impunidad en sus diferentes formas, por parte de la institucionalidad del Estado, estamos asistiendo a un momento del cual se esperan respuestas acordes  con un significado de justicia verdadera, que aporte al fortalecimiento de una sociedad que en el presente reclama una nueva política institucional, desligada de la defensa de la guerra y abierta a la democracia.

El llamado de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema al expresidente y hoy senador Álvaro Uribe Vélez, por manipulación de testigos, no es la única investigación que ha tenido a cargo en la justicia colombiana. No obstante, la constante en estos intentos de juzgamiento, es que no avanzan, en vista de que el copamiento de todas las expresiones del Estado –incluyendo la justicia– por parte de la estructura paraestatal de Uribe y sus vicarios, han cosificado mecanismos que han tenido la capacidad y efectividad de perpetuar la impunidad.

En esta ocasión, el llamado a juicio al expresidente es un revés para el uribismo en el poder, y abre caminos para romper con las viejas inercias y aceptadas prácticas de ilegalidad e impunidad en los vínculos con el paramilitarismo, como estrategia política por parte del Estado. Las maniobras del régimen presidencialista, de recortes presupuestales a la justicia, con el interés de reformarla, y la campaña de desprestigio a los jueces y a la JEP, entre otras, no han calado esta vez. Es así como se cimienta un momento político importante, producto del Acuerdo de Paz, que ha logrado configurar un mejor ambiente para la búsqueda de la verdad, las garantías de acceso de las víctimas a la justicia, a la verdad y a la reparación. Este momento de la historia del país, puede configurarse en un periodo de cambios institucionales, que, pensado como tránsito a la paz, signifique una alianza entre la justicia y la democracia civilizatoria.

Algunos voceros del partido Centro Democrático, han manifestado su rechazo a la indagatoria a Uribe y han cuestionado la fecha, por estar cerca a las elecciones, y tienen razón, pues la población colombiana estará en la apuesta electoral dispuesta a defender un proyecto de nación democrática y decente. Así, la esperanza se levanta bajo una nueva virtud: la ética y la decencia para Colombia.