Miguel C. Espinosa Ardila – Zonal Atlántico, PCC
Razón tenía Marx al decir, recordando a Hegel, que la historia universal se repite primero como tragedia y después como farsa. Luego de las trágicas muertes de la facción popular en la antigua Roma, de las fracasadas reformas en la tardorrepública, y sobre todo, de la disolución de la República romana, asistimos, no a la farsa, sino a la comedia que supone el tiranicidio moderno: del gran Marco Tulio Cicerón hemos caído a Abelardo de la Espriella.
En efecto, en una primera columna de El Heraldo titulada “El Tirano debe morir”, el abogado sostiene que la muerte de Nicolás Maduro no se trataría “de un asesinato común, sino de un acto patriótico que está amparado por la constitución venezolana y que resulta, por demás, moralmente irreprochable”. Luego, en su columna del portal ZonaCero (“De la legítima defensa a la defensa de la patria”, 4 de febrero de 2018), retoma la idea al compararla con la supuesta legítima defensa del escolta que dio muerte a un presunto asaltante. Finalmente, ha lanzado el libro “Muerte al Tirano” (15 de marzo de la presente anualidad), donde justificaría teóricamente el tiranicidio.
Lo que pretende es darle legitimidad a la muerte de presuntos tiranos, por razones patrióticas, con impunidad para el tiranicida. A lo largo de la historia el tiranicidio se ha planteado y ejecutado, y su rastreo conduce a la antigüedad clásica, no como cree él quien lo remonta a Santo Tomás de Aquino. Así, ya Aristóteles en la Política se refería a los honores que se les rindieron a los atenienses Harmodio y Aristogitón por la muerte del tirano Hiparco, hijo de Pisístrato (Arist., Pol., 1267 a 13). Pero será Marco Tulio Cicerón quien dé un impulso con mayor brío.
En el famoso discurso Pro Milone1, donde el Arpinate defendía a Tito Annio Milón, acusado de asesinar a Publio Clodio Pulcro el 20 de enero del 52 a.C, sostiene que así como los griegos le tributan honores a los tiranicidas, así debe procederse con su protegido, el salvador de Roma, quien no debe juzgarse por un delito que no cometió, aunque si lo hubiese hecho no sería para confesar sino proclamar. En idéntico sentido ya se había referido defendiendo a Cayo Rabirio2, acusado de la muerte del tribuno plebeyo Lucio Apuleyo Saturnino, diciendo que si Esceva, esclavo de Quinto Crotón y autor material, se le concedió la libertad, ¿qué podría esperar un caballero romano que mató a un hombre cuyo análisis encaja en la figura del tirano? No son las únicas referencias, pero bastarán.
Podría remontarse en otros episodios para justificar el tiranicidio, como las ejecuciones de Espurio Casio, Espurio Melio y Marco Manlio Capitolino, ligados al impulso de reformas sobre la tierra, la distribución de grano y las deudas de la plebe, respectivamente, como lo señalan Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso. Sin embargo, la historiografía al respecto es concluyente: “Habrían sido convertidos conscientemente en exempla de tiranicidios preventivos y utilizados de ese modo políticamente como medio de justificar el asesinato durante el período tardorrepublicano de políticos populares, de los que tanto sus iniciativas como su destino final eran fácilmente identificables con Casio, Melio y Manlio por la sencilla razón de que sus historias habían sido creadas de acuerdo con los acontecimientos contemporáneos”3. En pocas palabras: los analistas del siglo II a.C. reconstruyeron la historia de la temprana república a partir de hechos de la tardorrepública, sin que ello quiera significar una invención de los hechos.
Paula López Cruz, al analizar el relato que hace Tito Livio de Marco Manlio Capitolino, sentencia: “El episodio liviano es una muestra palmaria sobre la forma en que puede conformarse una imagen distinta de lo que en realidad era. Para una mayor eficacia, Livio sólo habla de los rasgos de la personalidad de Manlio que le permiten generar la transformación: en su propia forma de ser estaba el germen que lo llevaría a convertirse en un hombre peligroso para la ciudad”4. Los rasgos que acusa el Paduano son calificativos de desequilibrios psicológicos y de ambiciones personales. Esta forma de desprestigiar a los adversarios políticos acusándolos de locura no es nuevo, pero fue Cicerón quien inauguró ese argumento como arma política “para descalificar rivales, método que sigue estando vigente en la escena política moderna”5.
En realidad la idea del tiranicidio preventivo en Roma está ligada a la justificación teórica de la muerte de los políticos populares que aspiraban a una salida alternativa a la crisis tardorrepublicana. Y esa justificación sufre otro revés: todos aquellos que dieron muerte sin juicio a los presuntos tiranos fueron perseguidos judicialmente o tuvieron que exiliarse para evitar los procesos. Si la idea del tiranicidio no es sólo la muerte del tirano sino la impunidad del tiranicida, ¿por qué habría de perseguirlos? Una prueba más que ese procedimiento ilegal sólo fue concebido por los optimates, el sector conservador de la nobleza romana, mientras que los populares (el sector reformista) esperaban encausar judicialmente a los supuestos aspirantes al reino.
La idea del tiranicidio de Abelardo de la Espriella sufre reveses históricos no subsanables si se analiza críticamente las fuentes. El modus operandis de este resulta ser el mismo que el de los optimates: acusan la popularidad de los políticos contrarios y hacen ver en sus conductas aspiraciones codiciosas del poder y desequilibrios psicológicos para así justificar en nombre de la república (ahora “democracia”) las muertes de aquellos sujetos que representan un traspié al monopolio del poder. La peligrosidad de esta idea no es su uso en Venezuela sino en Colombia: si Nicolás Maduro, bajo su óptica, es un tirano que merece morir, ¿qué se deja para Gustavo Petro o cualquier otro político que pretenden “castrochavizar” el país? Que esa idea no es remota lo demuestra la historia reciente de los candidatos presidenciales asesinados, y lo comprueba el suceso en Cúcuta. Lo que está en juego es la justificación teórica del preludio cruento ante las perspectivas de cambios en el país, que como en la antigua Roma quebrantan el monopolio del poder de unos sectores acomodados. En ese terreno teórico también deben derrotarse, en aras de la construcción de las profundas transformaciones que requiere el país.
1 Cic., Mil., 29.80.
2 Cic., Rab. perd., 11.31.
3 Pina Polo, Francisco. El tirano debe morir: el tiranicidio preventivo en el pensamiento político romano. En: Actas y Comunicaciones del Instituto de Historia Antigua y Medieval. 2006, vol. 2, no. 1. pp. 10-11.
4 López Cruz, Paula. La seditio Manliana: un exemplun ficticio (Liv., VI, 11 y 14-20). En: Nova Tellus. 2014, vol. 32, no. 1. p. 134; Rodríguez Ennes, Luís. Verdad y leyenda de la ‘seditio manliana’. En: Dereito. 2004, vol. 13, no. 2. p. 108-109.
5 López Gregoris, Rosario. Locura en Roma: un léxico como recurso literario y argumento político. En: Myrtia, 2000, no. 15. p. 224.