
Pietro Lora Alarcón
La ciencia y la filosofía nos aproximan a la verdad. Ella no es un punto de vista o una opinión, porque no proviene de las sensaciones, sino del examen riguroso de la praxis social en las varias dimensiones de la realidad.
Ciertamente, estas palabras son tan valiosas como actuales, especialmente en un país en que decisiones trascendentales, como consultas plebiscitarias sobre caminos de paz, son entorpecidas por fake-news en la “era de posverdad” y el Estado castiga la crítica y sublima la falsedad; donde “la verdad tiene dueños y es oficial” y abundan profetas impidiendo el predominio de la razón.
Sin embargo, aún sin ser científicos o filósofos, los seres humanos por naturaleza identificamos mentiras. Nos valemos de las verdades fácticas u “objetivas” que Hannah Arendt llamaba de “menores”.
Son los hechos los que apuntan a la industria de la mentira. Especialmente las que asociadas intentan desmoralizar la lucha social, promover la impunidad y sofocar la democracia. Algunas enaltecen la banda más animalesca del militarismo y el terrorismo de Estado; otras difunden el odio explícito contra la izquierda y los demócratas; hay las que ofenden y amenazan, de palabreado vulgar y delincuencial, para justificar el estilo cuatrero y el asesinato de indígenas, jóvenes, mujeres, artistas, homosexuales; las hay para disculpar, sin vergüenza ni pudor, el desprecio contra los procesos de paz del pasado y la implementación de los acuerdos del 2016; para cobrar aceptación a la entrega de recursos naturales o buscar la legitimidad de agresiones a pueblos vecinos.
Y sabemos que es mentira que “en Colombia nunca hubo conflicto”; que los asesinatos de miembros de la UP y otros sectores democráticos fueron parte de “la violencia generalizada contra todos los partidos”; que el “Estado de Derecho” es un rehén de “los violentos tanto de derecha como de izquierda”; que todo se explica porque “los colombianos somos violentos por naturaleza”. No. El asesinato selectivo, la desaparición forzada y las masacres que victimizaron, ayer y hoy, a líderes y lideresas, son modus operandi de una violencia particular y diferenciada en sus coordenadas de tiempo y espacio. Muchos de sus perpetradores nacen de las entrañas del Estado. Tiene origen y desarrollo de clase.
Por eso, rescatar y participar de la reconstrucción de la verdad no es una ingenuidad, sino una acción política para desmontar la falsedad de narrativas en el país y mundo afuera. Ya se sabe que la Comisión de la Verdad no es un invento nacional. La gran lección es que el binomio verdad/memoria supone un grado de acción popular para la denuncia y responsabilidad civil y penal de los agentes de la violencia. Solo así se transciende a un nuevo escenario, de reglas civilizadas y redemocratización de la gestión pública.
Aunque sea esta la intención, no es lo que se ve en Colombia. La Comisión no es apenas locus para una reconstrucción objetiva mirando el retrovisor, sino que tiene ingredientes para visualizar el presente. No se puede hablar de ruptura con el pasado y decir al final que hay más de 900 asesinados desde el 2016, incluyendo excombatientes. Eso no tiene presentación en ningún escenario. Hay internacionalmente una expectativa sobre la verdad y sobre todo muchos colombianos en cuya memoria están las amenazas que sufrieron y el recuerdo de seres queridos. En esta visión la Comisión puede y debe tener un alcance político de fuerte impacto.