Pablo Arciniegas
Somos víctimas y cómplices del marketazo. Damos por cierta cualquier historia que nos empuja a comprar. Ah, que hay que fumigar con Clórox por el coronavirus, no tiene sentido, pero lo compramos. Que aquella marca puso a un afro-travestí como modelo de tangas y no contamina con plástico, ¡Qué inclusivos, que conscientes!, las compramos. Y que los datos personales los piden en la entrada por seguridad, ¡aquí, los tiene!, pero déjennos pasar que “estamos” que nos compramos.
Compramos. Todo el tiempo. Somos animales consumidores: lo hacemos por necesidad y por cultura para demostrar que podemos ser alguien, ¿cuál alguien? El que se va en avión y no en flota, el que mete el número de la tarjeta en Amazon y echa al carrito del supermercado esta marca de crema dental y no cualquiera, cuando a estas alturas de la revolución industrial son todas la misma cosa. Y, tal vez, por eso nos trasnocha tanto no poder comprar lo que queremos. Pero como por obra de Dios o los Illuminati existe el “libre” mercado, tenemos de dónde escoger para no dejar siempre de comprar.
“La Coca Cola que se toma el presidente es la misma que la del mendigo¨, más o menos algo así decía Andy Warhol mientras retrataba esta, nuestra distópica igualdad, nuestro “wild world”, como cantaba Cat Stevens, en el que ―traduzco― es difícil vivir solo con una sonrisa, porque constantemente nos llueven comerciales y publicidades que nos persiguen, hasta cuando chismoseamos en Facebook, y nos recuerdan que no vamos a ser felices, no vamos a ser lo que queremos ser, hasta que compremos, hasta que caigamos en el marketazo.
Por lo menos hace cincuenta años toda esta industria le sirvió de escampadero a mentes creativas: guionistas, productores, fotógrafos, ilustradores y estrategas, pero hoy existe la Data, y algunos preguntarán qué es la Data, y yo les diré, por conocimiento de causa, que es el santo al que hoy se le reza en las agencias de marketing digital, y que es capaz de que se venda el mismo aparato, cada año, diciendo que es su última versión y es lo que por fin va a instaurar el estado de opinión.
Les diré que la Data son todos esos trocitos de privacidad (cookies y likes) que dejamos desparramados en Internet, y que las marcas usan para ofrecernos ―qué raro― en el momento que los estábamos pensando y hasta el cansancio los pasajes a San Andrés, la financiación de las cuotas de la tarjeta de crédito y, dentro de dos años, al nuevo candidato presidencial del grupo empresarial.
Sin embargo, como el consumidor no es tan estúpido o hay unas leyes que se entrometen, no es posible ser tan directos y a las compañías les figura ordeñar la pobre teta del eufemismo para inventar otra fantasía, otro marketazo, que nos haga sentir que comprar tiene un sentido más allá de enriquecer a unos cuantas personas que están bien enteradas de lo podrido de todo esto, pero que siguen acumulando el poder que les da el dinero para separarse de los mortales, para torcer la justicia y la tonta moral. Amén del difunto Jeffrey Epstein.
Entonces, al final del día nos sentimos como usados, como consumidores con serios problemas, culpables y diminutos. ¡Pues perfecto!, dicen las grandes empresas, la solución es muy obvia, no sea el último en comprar esta estúpida cosa y olvídese, por un rato, de la humanidad y del vacío que le respira en el cuello.
Epílogo
¿No me creen lo de los datos? En el rato que escribí esta columna y ponía musiquita en Youtube me salieron dos avisos de Colgate y uno de la alcaldía de Claudia López. Qué cosas.