Ya que me acuerdo

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Alí Humar

Todo colombiano que se respete tiene entre sus mejores amigos a algún «turco» o a alguna «turca», como llamamos cariñosamente a los hijos o descendientes de migrantes sirios, libaneses o palestinos

José Luis Díaz-Granados

Hace dos meses compré Ya que me acuerdo, de Alí Humar, y recuerdo que después de haberlo despachado en una madrugada de lluviosa pandemia, pensé en escribirle para comentarle lo mucho que me hizo gozar ese segundo libro de memorias. (El primero fue Es mi versión y no la cambio, un buen best-seller a todas luces). Pero no lo hice, con la esperanza de encontrarlo personalmente “cuando pase esta vaina”.

Relatos sencillos, escritos en lenguaje ameno y divertido, Alí se limita a contar anécdotas de su vida sin ningún orden cronológico, solo por placer, exorcismo y por divertir a sus lectores. A mí me gustaron mucho esos dos libros suyos de memorias.

No puedo decir que fui amigo de Alí Humar. Amigo, en el sentido cabal de la palabra, como sí lo he sido desde hace sesenta años de su “paisano” Luis Fayad, el notable novelista bogotano. Dicen que todo colombiano que se respete tiene entre sus mejores amigos a algún «turco» o a alguna «turca», como llamamos cariñosamente a los hijos o descendientes de migrantes sirios, libaneses o palestinos.

Bella familia

Con Luis Fayad nos formamos literariamente a base de conversaciones diarias y profundas durante los recreos del Gimnasio Boyacá, donde también estudió Alí Humar, en 1961 y 1962. El barrio Palermo, donde vivíamos, estudiábamos y parrandeábamos, era un hervidero de adolescentes ansiosos de poder y de gloria.

Recuerdo, además de los Fayad (Luis, Ramón, Teresa y Elena), a Vicky Hernández y a su hermana María Isabel, a Álvaro Daza, piloto de automóviles y el «churro del barrio», a Camilo Silva Zárate, Álvaro y Omar Bechara, Pepe Stevenson, Hernando Reyes Nieto (estrella del Independiente Santa Fe), a los Puerto, a Roberto Naffah Toro, a los Cayón, a Álvaro Camacho, a Álvaro Miranda, a Pedro Manuel Rincón y a la bella familia Humar. Bella, no solamente por los rostros seráficos de cada uno de sus integrantes, sino por las grandezas de sus almas.

Amigo mío, sí, fue el mayor de ellos, Farid Humar -compañero de la Juventud Comunista en esos luminosos años 60-, culto y perfecto ser, parecía un ángel, quien en esa misma década viajó a la Unión Soviética, donde poco después murió en un accidente de aviación. En una época los Humar vivían en una casa enorme de tres pisos, con una amplia azotea donde se podía contemplar Bogotá en sus cuatro puntos cardinales. Esta casona estaba situada en la esquina de la calle 45 con carrera 20. Recuerdo en el diario vivir de esos años a Alí y a sus hermanos y hermanas.

Era la estrella

Con Alí nos encontrábamos siempre de manera fugaz en las fiestas del barrio, en las misas dominicales que presidía el padre José Miguel Miranda y en los matinales del Nuria, el Escorial, el Americano y el Palermo. Más tarde, coincidíamos en manifestaciones de protesta por la invasión a Cuba y contra la guerra en Vietnam, o en obras teatrales donde ya sobresalía con éxito el joven Alí.

Yo era novio de una actriz hippie que acababa de llegar de Nueva York, y luego de las presentaciones en diversas salas de teatro, nos íbamos con los actores y actrices, a tomar trago a «El Cisne» o a «El Agujero», donde Alí siempre era la estrella, el centro de atención de aquellas inolvidables tertulias.

En adelante, con Alí nos tropezamos a menudo en las más heterogéneas reuniones, en las más extrañas geografías y con los personajes más insólitos. Pero entre los dos reinaba una simpatía mutua, un sosegado cariño, una amabilidad exquisita de su parte, un señorío innato. Así pasaron veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años… Alí se había consagrado como uno de los mejores actores, directores y productores de Cine y TV en Colombia. Dirigió con sinigual acierto el legendario programa Sábados felices. Y personalmente, admiré mucho sus actuaciones en las versiones maravillosas de María, La vorágine y La mala hora, novelas emblemáticas de nuestro país.

Parábola vital

Una noche, hace unos dos o tres años, durante un coctel del Premio de Periodismo Simón Bolívar, donde concurría Tout Bogotá, me encontré con Alí, siempre acompañado de Guiomar Jaramillo, su bella y carismática esposa. Con la mayor naturalidad nos pusimos a conversar y a recordar episodios infinitos de los años 50, que comenzaban con travesías por el río Arzobispo y culminaban en las carreras de triciclos del parque Guernica, la frontera final del barrio Palermo.

Con radiante euforia sumábamos anécdotas y recuerdos que rebosaban los vasos de whisky que nos bebimos aquella noche. Cuando le pregunté las coincidencias de las fechas de nacimiento de él con su pariente Luis Fayad y otros amigos comunes del barrio, con su inequívoca sonrisa comenzó a enumerar la fecha de cada uno de ellos: 15 de agosto, 16, 17, 18… etc., «todos somos Leos victoriosos», decía radiante, pero con un esplendor culminante definitivo, remataba: «y todos nacimos en 1945», colofón para el jubiloso choque de nuestras copas afectivas.

Pero Alí sigue estando con nosotros a través de sus innumerables películas, telenovelas y programas televisivos. También, en el grato recuerdo que nos dejó de su parábola vital y en sus hermosos y amenos libros de memorias.